En busca del oremus perdido
Los que a menudo nos metemos con la Iglesia por convicción y/o afición nos hemos quedado huérfanos. Se ha jubilado el inefable Rouco Varela. Monseñor Antonio María Rouco Varela, cardenal y hasta la semana pasada presidente de la Conferencial Episcopal Española, cargo que ocupó durante catorce años y en el que le sucederá el hoy arzobispo de Valladolid, Ricardo Blázquez, que fuera obispo de Bilbo en los albores de este siglo. Rouco deja tras de sí un rosario de polémicas perfectamente trazadas con el objeto de influir en los ámbitos social, político y económico, poniendo el acento en asuntos como el divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual, la educación, los anticonceptivos, el «separatismo»... Pero, sobre todo, deja el legado de una iglesia dividida, desprestigiada, olvidada por sus feligreses, carente de vocaciones y, en definitiva, al borde del colapso. El propio Rouco, siempre fino en la hipérbole, ha reconocido que «España necesita una nueva evangelización». En cristiano: España ha perdido el oremus y la cosa no la arregla ni el Sursum corda. Pues vaya por Dios.
No creo que el clero vaya a atender mis consejos, pero ahí va uno gratis: cambien ustedes la misa. Háganme caso y empiecen por abajo; ya se ocuparán después de cuestiones más elevadas. Porque cuando uno pisa una iglesia, tiene la incómoda impresión de haber cruzado una barrera espacio-temporal, de la mano de una liturgia milenaria, sí, pero obsoleta y caduca, incomprensible, intrincada y terriblemente absurda.
Un rito alienante que despoja a las personas de cualquier autonomía personal y las sume en una rancia cantinela de frases inmutables y crípticas, solo aptas para mentes prisioneras de una fe unívoca, inquebrantable, monolítica, obediente sin resquicios en el fondo y en la forma. Una fe levantada sobre los cimientos del miedo, del anatema. «Señor ten piedad, Cristo ten piedad». De la privación y la abstinencia, de las jaculatorias, de la amenaza del apocalipsis. De la culpa y el pecado. «Yo confieso, ante Dios todopoderoso». De la profesión de fe y los salmos, anamnesis de un Dios omnipresente, pero siempre ausente. Y del amén como principio y fin únicos.

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