Que lo prohíban
Conocí a uno de los pocos profesores de mi facultad de los que podría recordar su nombre cuando, en una de las escasas clases a las que asistí, afirmó sentirse desolado por la «desacertada» decisión del consejo escolar de prohibir el tabaco en clase. «Podría encenderme un cigarro con otro y seguir fumando toda la hora» aseguró, como carta de presentación, antes de seguir hablando sobre alguna cuestión que sería importante en ese momento pero que en el segundo posterior al examen olvidé completamente. En aquellos tiempos de humo y rosas los bares eran bares de verdad, donde todo era posible y las tinieblas de Baco o Eros nos seducían a través de un ambiente de penumbra. Eran bares de verdad, repito, y no parques infantiles, que como denuncia en «El libro de los vicios» el escritor Adam Soboczynski. Para la desgracia de los nostálgicos, todo aquel paraíso quedó atrás y los fumadores, clientes impenitentes para los hosteleros, fuimos expulsados a empellones al limbo de los porches y el infierno de la intemperie. Sin embargo, la fiebre prohibitiva no tenía límites. Conscientes que el viento soplaba a su favor, los amigos del veto se hicieron fuertes y desataron una ofensiva más allá del humo: legitimaron la orgullosa reivindicación del «que lo prohíban», que no solo entiende de razones técnicas, sino de la satisfacción de poder señalar con el dedo y decir «no se puede».
Consciente de que se trata de una batalla perdida, ni siquiera voy a plantear que podría haber alternativas, que el libre albedrío y la mayoría de edad de los ciudadanos son también valores a defender y que ayudan a nuestra salud social. Tampoco entraré a argumentar que manda narices que los defensores de lo liberal en lo económico sostengan el control de la administración hasta niveles asfixiantes. Y todo ello, reconociendo que la mala educación de muchos «bocanegras», que asfixiamos sin pudor a quienes no tenían por qué aspirar nuestra nicotina, no jugó en favor de generar empatía colectiva.
Los argumentos sonarán obsoletos, ahora que los bares humeantes solo servirían de atrezzo en «Cuéntame». Sin embargo, estoy seguro de que se repetirán con el sucedáneo del cigarro electrónico. Por supuesto que es necesario saber cuáles son sus consecuencias y que evaluarlas en una obligación para las administraciones. Pero siempre me queda la duda de si el gusto por el «que lo prohíban» no se anticipa, sabiendo que viene con caballo ganador, a un debate que va más allá de nuestros pulmones.

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