La conspiración de los «infiltrados»
Los «infiltrados», que no es más que la denominación trendy del «secreta» de toda la vida, han abierto una nueva senda literaria en el género conspiranoico de la política-ficción. Ante choques especialmente duros como los de hace dos semanas en Madrid, son recurrentes los relatos que hablan sobre supuestos «infiltrados» que, por orden del propio Gobierno, habrían comenzado las escaramuzas para desvirtuar el verdadero éxito de las marchas y centrar la atención sobre los disturbios. No voy a negar que uno de los mecanismos del Estado es ubicar en el terreno del orden público lo que constituye un problema de emergencia social. Sin embargo, achacar toda confrontación a una mano invisible (y no son los mercados) que todo lo controla siguiendo un maléfico y milimetrado plan constituye una fórmula pueril que elude una realidad y un debate. La realidad: que existe gente harta y dispuesta a lanzar piedras o lo que esté en su mano libre y conscientemente. El debate: cuándo, de qué manera y con qué objetivos concretos es más efectivo cada método de lucha.
Que haya policías infiltrados en cualquier movilización es, simplemente, una obviedad. Todo régimen que intenta controlar y frenar el descontento social sabe que necesita ojos y oídos al otro lado de las barricadas. De hecho, lo raro sería que no estuviesen y evidenciaría una clara dejación de sus funciones por parte del Estado. ¿Quién no ha cantado alguna vez aquello de «secreta, idiota, te crees que no se nota» cuando un bulto sobaquero desvelaba la identidad de esos manifestantes a quienes no conocía nadie?
Pero de ahí a convertirlos en Alfa y Omega de todo disturbio va un trecho. Toda teoría de la conspiración tiene la ventaja de que ofrece una explicación redonda, sin aristas. El problema es que, en este caso, si damos por buena la versión de que son «ellos» quienes se lo guisan y se lo comen, dejamos de hacernos cargo de la realidad que nos rodea para convertirnos en meros espectadores. En ese estado de las cosas, ni siquiera merecería la pena analizar qué expresiones de cabreo son más efectivas, porque «ellos» ya habrían decidido el guión de antemano. Por no hablar de que, sometiéndonos a esta lógica, también dejamos entrever que no nos creemos del todo eso de que «lo que de verdad es violencia es un desahucio o cobrar 400 euros».

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