Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Mariupol, los demonios y el infierno

Imagen del hospital bombardeado por el Ejército ruso, difundida por la Policía ucraniana.
Imagen del hospital bombardeado por el Ejército ruso, difundida por la Policía ucraniana. (AFP)

Con el inicial avance hacia Kiev de columnas de blindados rusos, frenado en los últimos días, pero no detenido, algunos periódicos occidentales se hacían eco de análisis militares que auguraban un asalto a la capital, calle a calle, comparándolo con la trampa en la que cayeron los soldados rusos en Grozny en la primera guerra chechena en 1995 (en realidad, Chechenia y el Cáucaso Norte libraban guerras periódicas contra la conquista y colonización rusa desde hacía siglos).

El debate sobre si los ucranianos podrían aplicar la misma estrategia de guerrilla urbana que utilizaron con éxito los combatientes chechenos en una capital ucraniana de anchas avenidas, alimentado por imágenes que llegan de ataques con cócteles molotov a carros de combate ruso en otros pueblos y ciudades ucranianas, obviaba, incluso teniendo en cuenta las carencias mostradas en estos 15 días de agresión militar, que el Ejército de Putin no es el de Yeltsin, debilitado por la corrupción, la falta de todo tipo de suministros y la consiguiente baja moral, que hacía que destacamentos rusos vendieran armas a los rebeldes chechenos, incluso para poder comer.

La campaña de bombardeos contra pueblos y ciudades en Ucrania, como Jarkov y sobre todo Mariupol, remiten, sí, pero a la segunda guerra chechena (1999-2000), en la que, con el actual inquilino del Kremlin ya en el poder, el Ejército ruso arrasó totalmente con sus bombardeos Grozny.

La ciudad, que recibió el nombre de terrible (Grozny), en honor al zar del principado de Moscovia Iván IV, había sido la tumba cinco años antes de cientos de oficiales y soldados rusos y su destrucción certificó en el año 2000 el fin de la independiente Chechenia (Ichkeria).

La columna de milicianos chechenos que huían de la destruida ciudad, comandada por el presidente Aslan Masjadov, fue atacada pese a que habían negociado, y pagado, su salida, con el Ejército ruso. El comandante salafista Shamil Basayev resultó herido y perdió una pierna.

Basayev y su abrazo al yihadismo escoraron hacia el rigorismo islamista a la resistencia caucásica, haciéndole perder apoyos internacionales.

Algo similar, salvadas las distancias, ocurrió con la revuelta siria, inicialmente reivindicativa aunque influenciada sin duda por el resquemor de la mayoría suní contra la dinastía alauíta (chií) de los Al-Assad, pero que fue progresivamente cooptada militarmente por el wahabismo en sus distintas intensidades.

Cuando Rusia entra de lleno en la guerra en el país árabe en 2015, justifica sus bombardeos en la lucha contra «los terroristas». Y su estrategia militar es similar a la utilizada en Grozny: arrasa los enclaves y ciudades rebeldes, con Alepo como modelo, para aterrorizar a la población y forzar la evacuación de los rebeldes armados en corredores negociados al efecto.

Ghuta Oriental, Deraa… los bastiones rebeldes se fueron rindiendo tras intensísimos bombardeos y lo que quedaba de sus brigadas (Khatibas) y sus familias eran transportadas en autobuses a Idleb, en el norte, convertido, tras un acuerdo con la Turquía de Erdogan, en refugio y a la vez cárcel salafo-yihadista para su población.

Rusia tiene su oportuno demonio en Mariupol, ciudad de medio millón de habitantes fundada en el siglo XVI sobre un asentamiento cosaco, y a la que huyeron griegos y tártaros cuando Catalina la Grande conquistó Crimea (1774).

Es el batallón Azov, grupo paramilitar creado por los ultraderechistas de Svoboda y que ha venido luchando en primera línea en la guerra del Donbass.

No hay que olvidar que Mariupol, en la costa del Mar de Azov, forma parte del oblast de Donetsk, que, junto con Lugansk, conforman la región del Donbass, extremo oriental de lo que los nostálgicos del imperio ruso, entre los que se incluye el propio Putin, reivindican como Novorrosia, y que se extiende hasta un tercio de la actual Ucrania.

Y que, en 2001, el 89% de la población de Mariupol consideraba que el ruso es su lengua materna. Conviene matizar, eso sí, que el hecho de que la ciudad sea rusófona no implica miméticamente que toda ella sea ucraniófoba.

La adscripción política y la lingüística no son automáticas y la cuestión ucraniana es mucho más compleja,  con una población crecientemente bilingüe, sobre todo por el impulso del ucraniano y su cultura tras la independencia de 1991, una política necesaria tras años y años de ostracismo de Moscú, pero pervertida tras el EuroMaidan por medidas discriminatorias de los ruso-hablantes.

Unas leyes impulsadas precisamente por esa extrema derecha ucraniana, minoritaria pero capaz de condicionar la agenda política, y militar, de Kiev. Y que resiste, junto con el Ejército ucraniano, en Mariupol.

Ojalá hubiera un corredor político que sacara a esos batallones ultras de Mariupol y del conjunto de Ucrania.

Pero lo que no es de recibo es que el Ejército ruso haga con la ciudad y con su población civil lo mismo que ellos harían con las ciudades rusas o lo que intentaron, y en ocasiones lograron, con la población prorrusa del Donbass.

Ningún demonio da derecho a nadie, escudándose en su presencia, a convertir una ciudad en un infierno. Se llame Alepo, Grozny o Mariupol.