Karlos ZURUTUZA

Rojava: frenar el virus entre la guerra y el embargo

El noreste sirio se enfrenta a un desafío planetario como la pandemia del Covid-19 entre la agresión de Ankara y el bloqueo de suministros por parte de Damasco. Mientras, la ayuda de la ONU acaba en manos de los islamistas.

Labores de desinfección en Qamishlo, Rojava. (Rojava Information Center)
Labores de desinfección en Qamishlo, Rojava. (Rojava Information Center)

Apenas un puñado de asistentes a las siempre multitudinarias celebraciones del Newroz, -año nuevo persa y kurdo- en las afueras de Qamishlo. Esa es, quizás, la imagen más elocuente del apagón provocado por el coronavirus en el noreste sirio.

Un comunicado hecho publico el pasado día 19 por la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria (AANES) anunciaba el comienzo de la cuarentena a partir del lunes 23, así como la prohibición de los desplazamientos entre las ciudades y el cierre de «restaurantes, cafés, parques públicos, clínicas privadas, salas de boda y tiendas de duelo».

En cualquier caso, la población del noreste sirio –entre tres y cuatro millones- se enfrenta a un desafío global con menos dinero y recursos que cualquier otro Estado del mundo.

Embargo

La falta de reconocimiento internacional condena a la región al ostracismo humanitario. Tanto Damasco como Ankara han impuesto un embargo efectivo al territorio, una situación que se ve agravada por el veto de Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU para cerrar el único cruce de ayuda de la ONU al noreste sirio.

Así, toda ayuda humanitaria se envía a áreas controladas por la rama de al-Qaeda, Hayat Tahrir-al-Sham, (facciones extremistas bajo el control del servicio de inteligencia turco), o directamente al Gobierno central sirio.

La AANES se ve obligada a intentar acceder a la ayuda de la ONU a través de Damasco, pero parece que la mayor parte de la ayuda enviada acaba en los bolsillos de los leales al régimen de Assad. Fuentes de la administración consultadas por GARA aseguraron que «apenas llega nada a la administración autónoma».

Tampoco existen dispositivos para detectar a los infectados. Los más cercanos se encuentran en Idlib, donde la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha dejado 300 equipos de prueba en manos de Hayat Tahrir-al-Sham. Así, la AANES depende de soluciones provisionales como pruebas de malaria reutilizadas y controles de temperatura que difícilmente pueden aportar un diagnóstico preciso. Probablemente sea esa la razón de que aún no haya casos confirmados de coronavirus en el noreste sirio.

Ni agua ni luz

Mientras el régimen de Assad obstruye la ayuda desde el sur, Turquía aplica una presión aún más cruel desde el norte. Desde la ofensiva del pasado octubre -que se saldó con la ocupación de una franja fronteriza de 130 kilómetros entre Serekaniye y Gire Spi-, Ankara corta de forma intermitente el agua de la estación purificadora de Allouk. De ella beben al menos medio millón de personas, además de los miles de presos del ISIS, o los desplazados internos en los campamentos de Washokani y Aresha, expulsados de las zonas ocupadas por Ankara.

Los cortes de agua como arma de presión política a manos de Ankara llegan en un momento en el que se multiplican los casos de tuberculosis en las prisiones y los campos de desplazado, y se pide a la población una higiene más escrupulosa para minimizar el impacto de coronavirus.

Otra infraestructura clave es la planta eléctrica de Mabrouka, hoy bajo control de las mismas facciones islamistas. Si bien más de la mitad de la población de Rojava depende de su suministro, Ankara se ha apropiado de la mitad del mismo para abastecer a la ciudad ocupada de Serekaniye, donde se reasienta a colonos árabes traídos de otras partes de Siria en las antiguas casas de los kurdos.

Bombas

A la escasez de lo más elemental se le suma la constante agresión de las facciones islamistas hoy en el noreste sirio, en clara violación del alto el fuego firmado el pasado octubre.

Desde el Rojava Information Center (un servicio de noticias local) confirmaban el impacto de al menos cinco proyectiles el pasado día 26 en Tel Rifaat, una localidad que acoge principalmente a refugiados del enclave kurdosirio de Afrín, ocupado por Turquía y facciones islamistas aliadas desde enero de 2018.

Fuentes en la localidad consultadas por el RIC decían que el ataque se había producido con gente en la calle, justo durante la «ventana» de la que disponen para realizar las compras.

«Cuando pensábamos que las cosas no podían ir a peor nos llega esto», explicaba a GARA Hiyam Hesso vía telefónica, una desplazada de Afrín hoy residente en Qamishlo. «Ahora toca encerrarnos en casa , pero aquí hay muchos frentes abiertos».