Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Viva la Constitución

En Madrid es muy habitual el argumento de que el independentismo necesita una caricatura con la que cofrontar para multiplicar sus partidarios. Básicamente, que Torrente hace que las esteladas crezcan como setas mientras que un españolismo «que escucha» es vacuna para los deseos emancipadores. Al final, el nacionalismo español cree que solo él es la medida de todas las cosas y son sus miserias y éxitos las que mueven a la acción al resto. Siguiendo esta misma lógica, argumentar que «no hay salida democrática» dentro del Estado solo sería un juego dialéctico para demostrar que del Ebro para abajo no hay interlocutor posible. Esta lectura sirve al unionismo para evitar mirarse al espejo y admitir que no todo está bajo su control. Que miles de vascos y catalanes (por poner los dos ejemplos más claros) quieren largarse independientemente de lo amigable de sus futuros vecinos.

A esto se le suma un hecho incontestable: cada uno hace política con los mimbres que tiene. Solo así se entiende el consenso exhibido por los cuatro principales a la hora de agasajar al sistema políticao de los últimos 37 años. Con matices, cierto, pero si en algo coincidieron el domingo PP, PSOE, Ciudadanos y Podemos es en celebrar el éxito de la Transición. Venían de sitios distintos y terminaron en la misma mesa y mantel. Como Santiago Carrillo y Manuel Fraga, salvando distancias históricas. Partiendo de ese diagnóstico compartido es evidente que la remodelación del edificio se olvidará de la obra que obliga a tirar tabiques y se limitará a un breve paso por el Ikea. Es lógico. Los arquitectos del actual «estatus quo» no están para enmendarse a sí mismos y quienes, como Podemos, sí que han señalado las carencias del sistema se han dado cuenta de que señalar las vergüenzas de sus antecesores también enfada a los que les votaron. Es decir, que una cosa es decir a los desencantados del PSOE que sus líderes son unos golfos y otra considerar que ese proceso «modélico» del que tan orgullosos se sienten es en realidad el timpo de la estampita. Eso es una ofensa y se paga en las urnas.

Si partimos de este diagnóstico, todo hace prever que las elecciones de la ruptura terminarán reducidas a los comicios que deciden quién pilota el recambio. Y eso no puede satisfacer a ningún demócrata. Como indicaba el editorial de GARA de este domingo, la celebrada Constitución «lo único que asegura es la primacía del proyecto político español». Ese es el terreno en el que juegan las principales fuerzas políticas españolas y así se cierran las posibilidades democratizadoras de una legislatura que tuvo su ebullición pero que llega a las urnas en medio de una profunda recolocación de los elementos del régimen. Sí, estamos ante una tragedia que sigue el mismo guión que hace cuatro décadas. Ante la disyuntiva entre «ruptura» y «reforma», las grandes fuerzas españolas se quedan con el «Viva la Constitución», aunque sea para promover su cambio. 

Obviamente, existe un abismo entre PP, Ciudadanos y Podemos, pero la necesidad de adaptarse a los dogmas que configuran la sociedad española les obliga a jugar en el mismo terreno dialéctico. Solo así se explica que «unidad en la diversidad» en relación al proceso catalán haya sido un lema usado indistintamente por Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias. Que Podemos e IU lleven «país» en su eslogan solo confirma que, para la metrópoli, «nacionalistas» siempre son los otros.

 

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