Igor Fernández
Psicólogo

Rupturas y sus duelos

Una de las situaciones que muchos de los lectores pueden reconocer como francamente difícil de afrontar y superar es una ruptura sentimental, en particular si la relación ha sido significativa y duradera. Cuando una pareja termina, una y otra parte de la misma ejercen papeles distintos: hay quien toma la iniciativa, quien recibe la noticia; hay quien se siente distante y quien va detrás; hay quien agravia y quien se siente agraviado… Sea como fuere, cuando la ruptura no es deseada –e incluso cuando lo es, en ocasiones–, ese final deja un espacio en blanco donde toda una secuencia de acontecimientos, con sus inercias, implicaciones e historia, se interrumpe abruptamente, dejando a una de las partes, si no a ambas, y durante un tiempo, in albis.

Eso que ‘siempre sucedía’ de pronto deja de suceder y, cuando no lo queremos así, seguimos mirando confundidos a ‘la pared desde la que volvía el eco de nuestra voz’. Ahora hay pared pero no vuelve nada. En otras palabras, lo que compartíamos ya es cosa solamente nuestra. Se quedan entonces muchas preguntas sin resolver, incógnitas que pueden ser atormentantes en busca de su respuesta, pero también a las que nos aferramos para no soltar del todo, para no cerrar la secuencia con una despedida, sino precisamente una indefinición que deje la puerta abierta.

A medida que pasa el tiempo, esa sensación de inconclusión cada vez se hace más insoportable, y es ahí cuando pueden aparecer nuestros peores fantasmas. Ese momento es crucial, ya que la pelota puede caer de ambos lados de la verja con similar probabilidad. Por un lado, podemos usar ciertas creencias a modo de conclusión para cerrar el círculo como una última frase del relato, una moraleja, algo como ‘estas cosas pasan’, ‘las personas somos libres para marcharnos de donde no estamos bien’, o ‘prefiero estar solo si esto no funciona’. Sin embargo, también podemos usar viejas heridas y convertirlas también en conclusiones, en mensajes a nosotros mismos, a nosotras mismas, que cierren el círculo, pero con otro sabor –y otras consecuencias–, algo como ‘siempre me pasa lo mismo, nunca conservo las parejas’, ‘los hombres/las mujeres son escoria’, o ‘siempre estaré solo, no quiero a nadie’.

Es fácil identificar las sensaciones que acompañarían a estas conclusiones a la hora de terminar de contarnos la historia que se nos ha acabado. El primer bloque de conclusiones nos eximen de toda la responsabilidad, nos colocan en un plano de igualdad y nos dejan algo de esperanza en el futuro, colocando esa ruptura en la categoría de algo que sucede, como una experiencia más pero que no forma parte de ningún patrón oculto y universal. El segundo bloque, en cambio, cierra también la historia, cumple su función, pero el peso que deja es mayor, quizá en términos de autoestima, o de estima por los otros, pero sobre todo mella la espontaneidad y la intimidad hacia el futuro; es como si, al cerrar así una ruptura, se llevara consigo parte de nuestra libertad y esperanza, como si hubiéramos cedido una parte muy nuclear, quizá demasiado, del valor que nos llevó a encontrarnos con aquella persona en el pasado, pero también del que podría contener cualquier encuentro futuro.

La diferencia en el uso de ambos bloques sería como la diferencia entre hacer un duelo y guardar luto. En un caso, el dolor se atraviesa pero deja experiencia de vida tras de sí, en cierto modo, tiene el potencial de hacernos crecer. En el otro, el dolor no termina de atravesarse nunca y se sustituye por algo aparentemente más manejable, como el resentimiento, pero pretende no soltar nunca aquello que se fue. Es humano, muy humano, no querer sentir dolor, alejarse de él o transformarlo, si es preciso; pero es importante revisar qué queremos quedarnos al irnos, o qué hemos dado a la persona que se va. Y evaluar si es demasiado y hay algo que dejar, o algo que recuperar.