Periodista / Kazetaria
LITERATURA

Únicos e intercambiables

La extensión de una obra, pese a ser considerado en muchas ocasiones un factor capaz de revelar la trascendencia de lo escrito, en absoluto puede llegar a ser declarado un dictamen válido respecto a sus verdaderas aspiraciones intelectuales. Las escasas cien hojas de esta novela, fechada originalmente en 1971, por ejemplo, tienen la facultad simbólica de reproducir su volumen y desplegarse entre múltiples pliegues donde albergar, desde ese aparente escueto esqueleto, una casi inabarcable hondura reflexiva. Aptitud depositada en las palabras de, sorprendentemente, dos niñas pequeñas, de cinco y siete años, que disertan, frente a un tutor adulto convertido en anegado espectador de su oratoria existencial, sobre lo humano y lo divino.

Convertidas ambas jóvenes en una suerte de único cuerpo, dado su casi mimético aspecto físico, pero con una bicefalia meditativa, su -irreal pero fascinante- ilustrado desparpajo discurre con la pretensión de derribar certezas sobre la identidad, la originalidad humana o incluso el vínculo hereditario en el aprendizaje, cuestión especialmente relevante si tenemos en cuenta, pese a la nacionalidad suiza ostentada por la autora, su utilización del italiano como idioma creativo. Una disolución del legado encomendado que traslada las variables vitales hacia terrenos de difícil traducción.

Un sinuoso recorrido que queda expuesto bajo un formato más equiparable al teatral que al propiamente narrativo. Sumidos los personajes en un anhelo desesperanzado y trágico, digno del suspiro emanado por Samuel Beckett, la constante y repetitiva formulación de controversias metafísicas y su determinación por permanecer aislados del entorno social añaden a su localización estilística coordenadas como las de Thomas Bernhard o Shirley Jackson. Sin necesidad de fantasmas ni de apariciones estremecedoras, el triunvirato protagonista camina de forma extrañamente natural cargado de incertidumbre y perturbación.

La búsqueda de nuestro reflejo en el espejo ha sido largamente utilizado en el ámbito artístico como herramienta para desvelar y clarificar aquello que somos más allá de las apariencias y los determinismos exógenos, una función que aquí sufre una inquietante vuelta de tuerca (valga la mención a Henry James como algo más que un poco inspirado juego de palabras) al descubrir que la imagen aparecida en el cristal, lejos de identificarnos como seres únicos, solo recrea la silueta de esa gran interrogante existencial que nos define a todos por igual.