La fina línea

Nuestra memoria tiene un orden de prioridades: primero, lo que nos pone en riesgo, y lo que nos duele suele venir asociado. Una vez fijada esa experiencia en el recuerdo, cada vez que experimentemos con suficiente fuerza un estímulo similar al que produjo aquel impacto desagradable inicial, recordaremos lo acumulado, haremos asociaciones de nuevo y fortaleceremos el aprendizaje. Pero no solo lo hacemos con la experiencia de un hecho, con la realidad. Con nuestra imaginación vívida, con un relato pormenorizado de los dolores, también podemos hacer que el cuerpo reaccione coherentemente, que el cuerpo también recuerde.
Recordarlo con suficiente detalle activa un circuito cerrado de propiocepción, podemos aprender no solo de la realidad sino de nuestras propias conclusiones y fantasías, que operan en la práctica como un hecho real, que a su vez va a ser recordado como tal, en un bucle de retroalimentación, promoviendo todo un procedimiento, también aprendido. Por esa razón, muchas veces reaccionamos con personas nuevas como si formaran parte de nuestra historia. Y claro que lo hacen, una vez que incorporamos a dicha persona en nuestro bucle, en nuestra tela de araña. Y es que, revivir lo que sucedió nos puede volver a impactar globalmente.
Por otro lado, cuando nos sucede algo doloroso, hablar de ello con alguien suficientemente interesado y sin crítica, suele ser de gran ayuda. Contarlo con detalle puede hacer que parte de esa tensión se diluya en la conversación y, sobre todo, en el encuentro. Pero, entonces cuando hablamos con vehemencia de ello, ¿cómo sabemos que no estamos fortaleciendo aquello que queremos dejar atrás?
Todo radica en una fina línea. Por un lado, necesitamos acercarnos a esas conversaciones con la intención clara de trascender la parte de la identidad que nos reflejan nuestras heridas. Si lo pusiéramos en una metáfora, en un momento dado necesitamos continuar sin resolver, dejar la casa sin recoger para salir a dar una vuelta antes de que se ponga el sol. Nuestras conversaciones compartidas, aunque promuevan la pertenencia por afinidad y empatía (lo cual nos da una seguridad imprescindible para avanzar tras algo así) deben tener la firme convicción de trascenderse, de que llegue un momento en el que dejemos de hablar de ello.
Por otro lado, necesitamos dar por insaldable la deuda contraída por la vida, por el universo, e incluso por algunas otras personas. Liberarnos de la expectativa de que la vida nos devuelva lo que nos quitó. Sin esa trascendencia, quizá mucho de lo que intentemos para sentirnos mejor tenga, una y otra vez como referencia la falta de aquel pasado, en cuyo caso, la ‘deuda’ crece y crece dentro de nosotros, así como la herida que lleva asociada.
Y, una vez trazada la línea, quizá solo la valentía y la compañía nos empodere a atravesarla.
Navidades invertidas

«Ser los más salvajes tiene su belleza, y yo ahí me siento muy cómodo, porque es coherente con lo que pienso, digo y hago»

Mantala jantzi, ondarea gal ez dadin

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