Teresa Villaverde e Itziar Pequeño
MEMORIA SILENCIADA DE LA MINERÍA VASCA

Las últimas mineras

Se van yendo de forma silenciosa y sin ser escuchadas, pero aún quedan algunas que pueden contar su historia. Son las mujeres mineras, las que contribuyeron con su trabajo y esfuerzo a crear la Euskal Herria actual, heredera de la industrialización y del movimiento obrero, que abrió las puertas al desarrollo económico y al acceso a la cultura. Olvidadas por el discurso oficial y la memoria colectiva, su trabajo ha sido rescatado por algunas historiadoras que, desde la perspectiva de género, han contribuido a completar la historia de la minería y de las mujeres.

No volvería a ser minera, es un trabajo muy malo, pero no me quedaba otro remedio». Teresa Ciruelos tiene 84 años y la memoria a veces le falla cuando trata de reconstruir los más de treinta que trabajó en las minas de Orconera y Matamoros. «No es algo que me guste recordar, son tiempos pasados», explica. Teresa nació en La Arboleda en 1930, el núcleo rural en que se asentaban gran parte de las familias mineras de la zona situada en la margen izquierda de Bizkaia y donde los barracones han sido sustituidos hoy por viviendas. Su marido se había marchado de casa dejándola al cargo de dos hijos y no podía ser interna al servicio de alguna familia burguesa como la mayoría de las mujeres de la época, por lo que consiguió un trabajo de lavadora de mineral o chirtera. El suyo es el perfil típico de las mujeres que trabajaban en la mina, en un mundo fuertemente masculinizado: lavadora, con prole, pero sin marido, que necesitaba un mejor salario y más libertad para poder cuidar de su familia. Lavar mineral era un trabajo muy mecánico, y ellas tenían unas manos ágiles y rápidas para separar la chirta o mineral. «Había una cinta que pasaba y tenías que quitar las piedras malas con las manos. Después las tirabas a un cubo grande. Era duro, inhumano», cuenta Teresa.

Corrían los años 60 y la jornada laboral ya había quedado reducida a ocho horas, pero aun así los salarios eran bajos y las condiciones duras, y las mujeres se veían obligadas a compaginar múltiples labores. «Hacía falta el trabajo. Había que salir adelante y en la mina se ganaba más. En cada relevo, de mañana y de tarde, estábamos ocho mujeres. Llevábamos un bocadillo para comer y la ropa de trabajo era una bata del color del mineral y un delantal de cuero. Botas, ya no recuerdo; guantes sí, pero no duraban nada porque se rompían con las piedras. Pasábamos todo el día mojadas. El ambiente entre las mujeres era bueno, hablábamos de todo. Las cintas hacían ruido y no podías hablar mucho. Éramos viudas o solteras. También hablábamos con los hombres, ¿por qué no?». Esta ropa de trabajo que recuerda Teresa no era, sin embargo, lo habitual. Las mujeres trabajaban de pie, en unos cobertizos hechos con unas chapas y un tejado. «Había corrientes de aire y frío. El de lavadora es el trabajo más ingrato y criminal que hay, siempre lo he dicho», cuenta Carmelo Uriarte, fundador del Museo Minero de Gallarta, el primero del Estado español. Él era uno de esos niños que se acercaban a la mina para llevar la comida a su madre y subraya la precariedad de aquellos tiempos al describir un recuerdo grabado desde entonces: «Un día le llevé dos patatas asadas y una sardina gallega para los dos. Y eso, para una mujer que estaba todo el día tirando de chirta, cubierta de agua y de fango, de lunes a sábado, era escaso».  

«Éramos las hijas de las pobres», sentencia Ana Mari Cuadra, tanto que cuando desde el museo han intentado recuperar la historia y se plantearon rescatar un traje típico, se dieron cuenta de que no existía, porque en la mina todos se vestían con lo que podían. Ana Mari vive en Gallarta y es hija de minera. Su madre ya fallecida, Jesusa, fue una viuda con dos hijas y lavadora de mineral. «Se levantaba a las cuatro y media de la mañana para pasar por los túneles, aunque entraba a las seis. Por ahí iban los vagones y tenían que andar con cuidado de que no les pasara nada, de que no les pillara ninguno». Además, cuenta cómo su madre se organizaba con otras mujeres para caminar en grupo y evitar así encontrarse con algún hombre a solas, o que se les relacionase con alguno de forma dudosa. «Yo la veía cuando volvía del trabajo. Los caminos eran de polvo, de tierra pisada. Los túneles estaban llenos de agua y llegaban caladas a trabajar». El contexto de trabajo de estas mineras que aún pueden dar testimonio es el de los últimos años de la industrialización y de la minería, entre los 60 y 80, cuando las condiciones laborales habían mejorado al calor de muchas luchas que, por supuesto, también influyeron en el rol de la mujer y en su desempeño laboral.

Industrialización o feminización de la pobreza. Euskal Herria había comenzado su cambio económico y social a finales del siglo XIX con la primera oleada de extracción masiva de mineral, localizada sobre todo en el Valle de Trápaga, Muskiz, Ortuella, La Arboleda y Abanto- Zierbena. Fue aquella la época de las migraciones masivas, de una explosión demográfica debida al aumento de trabajadores y de la natalidad. El éxito de la zona minera de la margen izquierda de la ría del Nervión era el gran valor del hierro de sus montes rojos, dotados de este color debido al mineral al que popularmente, y por su tonalidad, se conoce como vena. Éste contaba con un 58% de hierro frente al 46% de otros lugares y fue destinado a la exportación europea por su calidad. El proceso de extracción de mineral requería, por lo tanto, de trabajadores jóvenes y fuertes, normalmente hombres asalariados por la patronal. Sin embargo, en aquellos primeros años todavía no contaban con la maquinaria que se desarrollaría más adelante, y eran populares las mujeres conocidas como cargadoras, que portaban el mineral desde el agujero hasta los barcos.

Hoy, cuando se está recuperando parte de aquella historia, éste primer oficio femenino parece no estar reconocido. «Cerca del edificio de Altos Hornos, en la dársena, se ha restaurado un cargadero de mineral, pero no se hace ninguna referencia a que eso sustituye a la carga manual, sobre cestos, que hacían las mujeres», cuenta Miren Llona, historiadora de la UPV que trabaja en la reconstrucción de nuestra memoria desde el punto de vista del género y es una de las fundadoras de la asociación Ahoa de archivo oral, en donde se recogen varios testimonios de hombres y mujeres dedicados a la minería, entre otros temas. Durante esta primera oleada de la industrialización se fraguó la conciencia de clase y tuvo lugar la primera huelga general de Bizkaia, liderada por Facundo Pérezagua, en 1890. La combinación de las mejoras técnicas con el nacimiento de la lucha obrera para mejorar las condiciones de vida influyeron en que el trabajo de la mujer y de los niños fuera paulatinamente apartado de la minería. Su labor, o no estaba bien vista o ya no era necesaria, gracias a la aparición de nueva maquinaria. El periodo siguiente, hasta 1930, sería el de afianzamiento de un nuevo modelo económico, social, cultural y político de consolidación del capitalismo, que aquí creció exponencialmente gracias a la reinversión del dinero en levantar una potente industria. Pero los ingresos obtenidos de esta revolución industrial no están completos. Y ésta es la pregunta esencial para Ameli Ortiz, patrona del Museo Minero: «¿Cuánto vale el trabajo de las mujeres en la mina en términos monetarios?».

Según Pilar Pérez-Fuentes, historiadora pionera en Euskal Herria en el estudio de la sociedad industrial desde la aportación de las mujeres, un cambio clave para entender el sistema y dar una respuesta aproximada a esta pregunta se da en el paso de la familia agrícola a la industrial. Con la llegada del trabajo asalariado y masculinizado, las mujeres quedan oficialmente a merced de los ingresos del hombre y relegadas al ámbito del hogar según los censos, que las contemplan como amas de casa y sirvientas. Su trabajo queda menospreciado y, sin embargo, las cifras muestran que era esencial para mantener la economía familiar. Según se recoge en el libro “Vivir y morir en las minas”, sobre la primera industrialización en Euskadi, el trabajo femenino llegó a aportar en algunos casos el 50% del presupuesto de los hogares. Es decir, ellas eran las encargadas de completar los ingresos familiares para llegar a fin de mes. Pérez-Fuentes explica que éste fue el inicio de su investigación: «Solo con el salario de la minería se habrían muerto todos. El trabajo de las mujeres era esencial». Por eso, la historiadora insiste en que, si bien hubo mujeres en las minas y son personajes dignos de estudio, no eran una mayoría y conviene señalarlo para no caer en «planteamientos más clásicos» sobre el papel de la mujeres en la historia como personajes excepcionales o estereotipados. Es importante subrayar que la gran parte del trabajo femenino tenía lugar fuera del agujero, pero ésta era una labor sumergida  e imprescindible, que permitió la supervivencia del sistema minero como modo de vida y como forma económica de progreso.

La minería pudo triunfar, por lo tanto, gracias a la situación de miseria en la que hombres y mujeres se encontraban. Los hombres lograban, con la extracción de hierro, salarios más altos que en otros trabajos, pero insuficientes. Las mujeres tenían así que completar estos ingresos ejerciendo todo tipo de labores que no eran reconocidas, produciéndose una feminización de la pobreza. «Su trabajo era tan duro como el de los hombres. O más», comenta Antonio Gómez, minero emigrante desde Málaga. Las actividades de las mujeres no eran cualificadas y se realizaban en condiciones difíciles. Las mineras estaban, además, peor retribuidas que los hombres. Si en 1919 un hombre ganaba en torno a cinco reales, la mujer ganaba tres; en los años 30, la relación era de siete a cuatro.  


Trabajadoras invisibilizadas. «Mi madre tenía tres trabajos. Era lavadora de mineral de lunes a viernes, pupilera toda la semana y los fines de semana servía en casa de su hermana. Las vacaciones no las conocíamos, no descansaba ni un día», cuenta Ana Mari Cuadra al narrar su infancia. Su madre, Jesusa, es un ejemplo de los principales trabajos que las mujeres ejercían dentro del sistema de la minería. Si bien la mina se asocia generalmente con el proceso de extracción, las labores requeridas eran muchas más y normalmente estaban realizadas por mujeres. Incluso picando mineral, un trabajo generalmente de hombres, queda testimonio de que al menos una mujer trabajaba con ellos, codo con codo. Francisca Barrios, la Kika, fue una de esas mujeres excepcionales que confirman la regla. Alta, fuerte, con los pómulos sonrosados según las descripciones de quienes la conocieron, con las manos grandes, «llegó a la residencia de Muskiz mascando tabaco», dado que había adquirido las costumbres masculinas.

La historia de Kika no ha sido contada hasta ahora, como ocurre con las de otras tantas mujeres. Un ejemplo son las encartuchadoras, encargadas de fabricar los explosivos con los que luego se volaba el mineral, además de organizar el empaquetado de bombas a mano. Dolores Ibárruri se refería a este oficio al hablar de la lucha obrera, dejando caer que los trabajadores de la mina tenían a su alcance el conocimiento de explosivos necesario, pero no deja de ser una referencia anecdótica. Estas labores se completaban con las ya mencionadas de limpieza y carga de mineral también ejercidas por mujeres. Es decir, sí existieron mineras, aunque no fueran la mayoría. Trabajaban directamente en la mina y para la patronal, como demuestran las listas de salarios que realizaban los patronos archivadas por el Museo Minero, pero en muchos casos no tenían contrato laboral. Factor que es, a un tiempo, causa y consecuencia de la invisibilización del trabajo femenino. Margari Contreras lo explica al recordar su oficio como lavadora y cargando «como un hombre» cuando tenía ocho años: «En la mina todas las que estábamos éramos mujeres, los hombres estaban en otro sitio. No estábamos aseguradas ni teníamos contrato. Teníamos que hacer de todo. Nunca he sentido que mi trabajo fuera reconocido».

La mayor parte del trabajo femenino, también invisibilizado, lo encontramos fuera del agujero. Es el caso de las pupileras, que ejercieron una labor esencial y donde se encontraba el grueso de las mujeres trabajadoras y no solteras. Como Jesusa, estas mujeres se dedicaron al hospedaje de las familias inmigrantes que venían a la comarca, siendo determinantes para la articulación del trabajo minero, porque la mayor parte de los trabajadores que estaban en régimen de hospedaje eran temporales y solteros. Pérez-Fuentes explica que «les cobran por lavarles la ropa, por hacerles la comida y llevársela a las canteras. A veces, incluso, por cuidarles. Hay una transferencia del salario del soltero a la familia asentada». Esta relación suponía un gran ahorro para la patronal en cuanto a construcción de casas, porque permitía mantener unos salarios bajos respecto al coste de la vida y, además, reducía la conflictividad entre los hombres al evitar su agrupamiento en los barracones. «De este ahorro sale gran parte del dinero de la revolución industrial», afirma la historiadora.

El valor del aporte femenino para permitir la industrialización no impide que ellas se encontraran en una situación de dependencia, tanto del hombre como del sistema de trabajo. Por ejemplo, si la mujer de un minero enviudaba y su casa pertenecía a la patronal, ella y sus hijos eran desahuciados sin ninguna indemnización ni pensión de viudedad. Además, antes, como ahora, las mujeres eran las cuidadoras. Valentina Trueba y Carmen Rastrojo son dos ejemplos. La primera, viuda e hija de mineros, se quedó sola con dos hijos y a cargo de su padre enfermo, para lo que tuvo que trabajar cuidando el ganado, arenando escaleras, blanqueando casas y un largo etcétera. La segunda, que hoy en día tiene cien años, se quedó a cargo de ocho hijos a los que tuvo que sacar adelante sin pensión. Trabajó sin descanso y aun así considera que tiene poco que contar: «Me levantaba pronto y me acostaba tarde, como todas las mujeres. Mi marido murió en un accidente en la mina. Era un poco sordo, no oyó el aviso de que el mineral caía y lo aplastó. Me quedé como un árbol sin hojas», dice, dando una idea de la dependencia que las mujeres percibían respecto a sus maridos.

Sangre minera, semilla de guerrillera. Hablar de mujeres mineras no implica generalizar sus rasgos ni describir un colectivo homogéneo, pero existen algunas características comunes a todas ellas, marcadas por la necesidad. Estaban eternamente en deuda. En el sistema minero, las cantinas pertenecían a la patronal, tenían productos de peor calidad y un 25% más caros que en las tiendas libres de La Arboleda. No se pagaba en metálico, sino mediante la libreta, donde se apuntaban los artículos que adquirían. Cobraban semanalmente y, por lo tanto, nunca llegaban a liquidar los impagos de la semana anterior. Los testimonios las describen como trabajadoras incansables, fuertes, que no tenían tiempo para sí mismas, y de las que dependía la supervivencia de la familia y del sistema. Eran valientes, con coraje, empeño y dedicación. «No cualquier mujer estaba en la mina, son mujeres interesantes por su moral y por su fuerza», dice Pérez-Fuentes. Las declaraciones de los hombres de la época, recogidas por archivo de Ahoa, hablan de mujeres «morrocotudas» y de armas tomar.

Esta realidad, poco o nada tenían que ver con el ideal burgués que conformó el imaginario social de lo femenino como mujer frágil, dócil, emocional, doméstica, amorosa y sumisa. Ellas tampoco se ven representadas por este discurso que, sin embargo, el obrero «compra» parcialmente, entendiendo que el ideal de esposa es la mujer ama de casa, y centrando en la figura del marido los esfuerzos laborales. «Sissi emperatriz solo existía en los cuentos; no tenía nada que ver con nuestra realidad, con la realidad del trabajo, de los hijos, pero también de la mejora. Nosotras hemos vivido ese cambio. Las mujeres buscábamos transformar la realidad desde la miseria», cuenta Ameli Ortiz.

Esa transformación nació de la pobreza provocada por la industrialización, pero también de la apertura social que ésta trajo consigo y que se fraguó ya en los primeros años de la mina. La historia de Euskal Herria como pueblo agrícola y pescador está coja. Falta, como parte del imaginario social, la historia de la minería y con ella, la de sus mujeres. Para ello, conviene retirar el foco de los protagonistas clásicos e iluminarlas también a ellas, a su aporte, para rescatarlas del «no lugar» al que han sido relegadas. No eran consideradas ni mujeres ni obreras. No es de extrañar, como cuenta Miren Llona, que la advocación de la iglesia de La Arboleda sea María Magdalena: «La mujer que está en el límite y a la que Jesús perdona. Las mineras no se sienten identificadas con otras vírgenes más puras, sino con la mujer que está puesta en cuestión, en el límite de la respetabilidad, que trabaja y que tiene un comportamiento viril».

Ese ímpetu y ganas de salir adelante son parte de la idiosincrasia minera, como cuna de la conciencia de clase y del movimiento obrero. La pobreza y la dureza de las condiciones propiciaron un tejido social y de solidaridad fuertemente marcado por una necesidad de acceso a la cultura, de la que también formaron parte las mujeres, aprendiendo e impulsando a sus hijos e hijas a estudiar. Haciendo de sus hogares sitios donde vivir con dignidad. Esto llevó a entender lo colectivo frente a lo individual, a crear las Casas del Pueblo para una clase obrera que necesitaba cultivarse, y a hacer de la solidaridad entre la vecindad, un emblema; no solo porque a los hijos de las mineras los cuidaban las vecinas, sino porque de esas madres coraje, casi pre-políticas, nacieron algunas hijas fuertemente vinculadas a la lucha por sus derechos. Begoña Lázaro es una de ellas, nacida en Gallarta, quien, por ser una de las primeras trabajadoras en la fábrica de Artiarch, participó en la lucha feminista por igualar sus salarios al de los hombres. Aunque la memoria colectiva haya difuminado el recuerdo de aquellos años, su valor todavía perdura en la zona minera, que ha hecho de una frase popular, su bandera. El origen de lo que es hoy está en la vena, está en la sangre minera, que es, sobre todo, «semilla de guerrillera».