Enrike Zuazua
matemático
cons-ciencia

«High risk, high gain»

Hacen falta oportunidades para que los jóvenes científicos sean transgresores, límites para que los más maduros no puedan caer en la tentación de bloquear su eclosión, y evitar que la administración frustre las iniciativas más innovadoras.

El Espacio Europeo de Investigación (EEI o ERA en sus siglas en inglés: European Research Area) se constituyó en el seno de la Unión Europea en el año 2000, con la vocación de convertirse en un entorno común del talento, sin fronteras, de la ciencia, de la innovación. Se trataba de crear, en el ámbito de la investigación, lo que ya era una realidad en el de la economía y, cada vez más, en la política y la gobernanza.

El EEI, que aspiraba y aspira a ser a la vez un espacio sin barreras a la movilidad de los científicos y un referente en calidad, adoptó el eslogan “High risk, high gain”, es decir, “Gran riesgo, importante ganancia” que, desde entonces, ha acompañado e inspirado las convocatorias a las que los científicos europeos acudimos para financiar nuestros proyectos.

En un principio esta apuesta por el riesgo nos pilló desprevenidos pues, con el final del siglo XX, y especialmente aquí, nos habíamos ido acomodando a una confortable cultura del «no-riesgo», en la medida en que los planes nacionales y regionales de ciencia aportaban suficiente financiación para continuar con nuestra tarea, sin necesidad de competir en la esfera internacional. Pero la crisis económica y la paulatina disminución de la financiación local nos empujó al ruedo internacional del riesgo y lo hizo de manera más aguda allí donde los recursos escaseaban más.

Y es que, mientras aquí vivíamos inmersos en nuestros propios procesos internos, con nuestros eternos y endogámicos debates políticos, siempre inacabados, casi sin que nos diéramos cuenta el mundo se había comenzado a globalizar a toda velocidad. Y Europa, en el ámbito de la investigación, que es por antonomasia una actividad intelectual universal y global, había comenzado a despertar y reaccionar. Al hacerlo constató que no bastaba con proveer recursos sino que era también fundamental establecer unos principios claros que fueran guiando esfuerzos para, en el medio-largo plazo, alcanzar objetivos ambiciosos.

Los responsables y gestores del EEI comenzaron así a hacer comparaciones entre nuestros indicadores europeos y los de otras regiones líderes como Norteamérica o Asia.

A pesar de quince años de esfuerzos, los resultados de hoy no distan mucho de los de la época. El EEI debía y debe espabilar ante una Norteamérica que mantiene el liderazgo y un continente asiático que avanza al galope. De hecho, no está claro que en estos quince años hayamos mejorado nuestro posicionamiento en un mercado global del talento y de la ciencia en el que las ideas, literalmente, vuelan, y los mejores cada vez son más móviles, con sus proyectos bajo el brazo.

El Brexit tampoco ayudará. Lo que vale para Europa vale más aún para España y Euskadi, con rendimientos por debajo de la media, reconozcámoslo nos guste o no, aunque siempre podemos optar por autocomplacernos pensando lo contrario. En el fondo, por qué no, el pulpo puede ser un buen animal de compañía, ¿no? De aquél análisis emergió el eslogan que hasta hoy acompaña a nuestra ciencia europea: “High risk, high gain”.

Con ese inspirador lema se deseaba llamar la atención de la comunidad científica sobre la importancia de abordar retos ambiciosos, rompedores, innovadores en la frontera del conocimiento. Solo con esas apuestas se podía y puede hacer fructificar la inversión pública, generando así un circuito que se retroalimente, sostenible, en el que todos sumen y no solo se resten recursos públicos, cada vez más escasos, para las crecientes necesidades de una población cada vez más exigente.

Con frecuencia un gran desierto separa los avances científicos del beneficio social, de la industria, del mercado, y el lema constituye una invitación a transitarlo y a que seamos los propios científicos los que ejercitemos de guías.

Con esa estimulante invitación se nos planteó una cuestión doblemente difícil, pues no había ni hay una clara definición de lo que es «riesgo» en ciencia, ni baremo para medirlo. De hecho, lo que a unos puede parecerles arriesgado a otros puede resultarles continuista, repetitivo y aburrido. De ahí precisamente la importancia de elegir los líderes adecuados de los sistemas de gestión de la ciencia, pues a ellos corresponde con frecuencia ejercer de árbitros cuando cunden las desavenencias: ¡Siempre habrá quien prefiera acomodarse en el campamento base sin asumir el riesgo de atacar la cima!

Aprendimos a asumir riesgos en nuestros planteamientos científicos, como en casi todos los ámbitos, por ensayo y error. Y al hacerlo también comenzamos a ejercitarnos en algo que está perfectamente asumido en los países líderes en ciencia, pero que aquí es tabú: fracasar, equivocarse, errar no es malo, sino que forma parte indisoluble de todo proceso de aprendizaje y del camino al éxito. Ya lo dijo el poeta británico Alexander Pope (1688-1744): Errar es humano.

Pasados ya más de quince años, en los que nuestro modo de enfocar la ciencia ha cambiado para intentar explorar terrenos más desconocidos, volvemos a mirar alrededor. Y vemos con preocupación que muchos jóvenes esperan sin éxito su primera oportunidad. A la vez, vemos que los sistemas de gobernanza de la ciencia se oxidan, permitiendo el acomodo prematuro de quienes están en edad de ser inquietos, a la vez que las generaciones más consagradas ejercen de tapón y no de guía.

En ciencia vale, sobre todo, lo que dice el eslogan publicitario: «Ser bueno no significa portarse bien». Hacen falta oportunidades para que los jóvenes científicos sean transgresores, límites para que los más maduros no puedan caer en la tentación de bloquear su eclosión, y evitar que la administración frustre las iniciativas más innovadoras por falta de visión.

Es preocupante que nos sintamos cómodos en una sociedad que ha canjeado el confort de los mayores por el destierro de los más jóvenes y que esto ocurra bajo la tutela de administraciones más interesadas en perpetuarse que en el cultivo del ansia por el descubrimiento.

¿Qué nos ocurre? Hubo tiempos no tan lejanos en los que no era así, en los que la fórmula estaba muy clara: «No riesgo = No ganancia».

Así, por ejemplo, durante la Guerra Civil la defensa de la República y de nuestro Estatuto no estuvo exenta de riesgos. Ni lo estuvo tampoco, después, apostar por nuestro tejido industrial, con frecuencia literalmente arrancando de la nada. Ni lo fue ser críticos con la dictadura, impulsar el uso y aprendizaje del euskara, y un montón de iniciativas más que caracterizaron nuestra vida durante décadas.

Pero hoy parecemos ajenos a esa cultura del riesgo, creyéndonos vivir en un estable y duradero Estado del bienestar de sostenibilidad imposible.

Tal vez los científicos seamos víctimas del síndrome de Estocolmo, secuestrados como estamos por el espíritu del estimulante lema, y por eso nos preguntemos si existe algún ámbito en el que pueda haber ganancia sin riesgo. Tal vez por eso veamos con preocupación desde nuestra extraña atalaya una creciente tendencia a un acomodamiento prematuro e injustificado.

Albert Einstein, el mayor físico de la historia, que con sus teorías desafió grandes líneas de pensamiento bien establecidas en su tiempo dijo: «Los grandes espíritus siempre han tenido que luchar contra la oposición feroz de mentes mediocres». La frase suena dura, y más viniendo de él, que todos recordamos como un genio simpático y despeinado. Pero sin duda sabía por qué lo decía. Einstein tuvo que asumir el riesgo de defender ideas que suponían un salto cualitativo en el conocimiento de la época frente a la agresividad de quienes se sentían cómodos en los paradigmas anteriores.

¿Tal vez quienes eligieron el eslogan del EEI se inspiraron en la reflexión del genio?

Vivimos en una constante sokatira. Un extremo nos empuja hacia el pragmatismo más alérgico al riesgo que anestesia nuestra voluntad y el otro a la utopía permanente, que imposibilita que nuestros sueños se proyecten en la realidad transformándola.

Es hora de la ambición serenamente arriesgada que tenga además la virtud de ilusionar contagiosamente y resucitar la esperanza.