IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ
ARQUITECTURA

La vida social de los pequeños espacios urbanos

Philip Johnson comentaba que a Mies van der Rohe le dejaba perplejo contemplar el uso que tenía la plaza que diseñó frente al edificio Seagram, en Manhattan. Johnson fue su socio en la construcción del famoso rascacielos, ya que Mies carecía de licencia para construir en el estado de Nueva York. Entre los dos diseñaron uno de los iconos de la arquitectura moderna de los años 50, y a la postre del siglo XX. Y, sin embargo, lo que no pudieron prever ni Mies ni Johnson es que los 182,88 metros lineales de plataformas, resaltos, escalinatas y escaleras que colocaron en la plaza iban a ser el escenario de una nutrida vida urbana.

Esa medida tan exacta, que traducida al sistema imperial nos daría la redonda cifra de 600 pies lineales, la conoció bien William H. Whyte, quien dedicó tres años de su vida al proyecto Street Life (Vida urbana), analizando para la comisión de planificación de la ciudad de Nueva York el porqué del éxito de algunas plazas y, por ende, del fracaso de otras. Las conclusiones de ese estudio vieron la luz en una serie de recomendaciones para el código urbanístico de la ciudad, para después formalizarse en un libro y un documental que, precisamente, comienza y acaba su relato en el Seagram.

El diseño de Mies van der Rohe en ese edificio se ha destacado precisamente por liberar un espacio delantero y dotar a la calle de una plaza pública, aunque de titularidad privada. El propio estilo del arquitecto –con su famosa frase: «Menos es más»– hizo que los elementos de urbanización fueran sencillos, desprovistos de molduras, railes innecesarios o impedimentos. Esa simplicidad, junto con otros factores que Whyte fue analizando, fueron claves en el éxito de la plaza.

Las conclusiones se nos antojan, casi cuarenta años más tarde, un tanto evidentes, pero colocándonos en los años 70 sus recomendaciones son más que elogiables. Una de ellas, por ejemplo, determina que la «gente se sienta donde hay sitio para sentarse»; no solo es necesario poner bancos, sino que la plaza debe tener elementos como repisas, escalinatas y cambios de nivel que puedan servir para que los paseantes encuentren su sitio, bien sea físicamente –¡ay, esos bancos minúsculos!– como socialmente.

Curiosamente, las recomendaciones recogidas en el libro “La vida social de los pequeños espacios urbanos” se antojaron demasiado complejas y restrictivas a los miembros de las comisiones locales de planificación. Whyte se reconoció extrañado de que las quejas para establecer una serie de medidas como, por ejemplo, garantizar un pie lineal (30 centímetros) de asientos por cada 30 pies cuadrados (casi 3 metros cuadrados), vinieran de esas entidades y no de los constructores. Las comisiones insistían que una regulación excesiva no era necesaria, y que bastaba con señalar que la plaza debía de ser «un lugar de estancia».

Lo cierto es que en el sistema ultraliberal neoyorquino todas las medidas funcionaban más con incentivos que con restricciones. Por ejemplo, por cada diez pies cuadrados de espacio público que el solar dejara, se permitían treinta pies cuadrados de locales comerciales. El resultado, según asegura Whyte, es que las plazas construidas al albur de la regulación de los años 60 sea un pobre ejemplo en cuanto a la humanización del espacio público se refiere. Los constructores jugaban con esas medidas sin tener un marco legal que diera, por ejemplo, una superficie de asiento mínimo.

Whyte, que se granjeó la fama estudiando a la clase media blanca americana, arroja verdades que no por evidentes dejan de ser sorprendentes: preferimos encontrarnos y hablar con la gente en los bordes de las plazas y no en el centro; el verdadero valor de una plaza lo buscamos en el hecho de que haya gente; intuitivamente elegimos los sitios donde sentarnos dependiendo de cuánto de saturado esté un espacio.

La corriente representada por William Whyte, Jane Jacobs o Kevin Lynch en los 60 y 70 ha tenido continuidad en el siglo XXI en figuras como Francesco Tonucci o Jan Gehl. Todos ellos luchan contra aquellas visiones que solo recuerdan a la persona cuando hay que dibujar una perspectiva con la cual vender el proyecto. No se puede decir que hoy por hoy falten regulaciones sobre cómo hacer un banco, una barandilla… Lo verdaderamente difícil es entender que la calle, o lo que ahora llamamos el espacio público, debe ser un lugar propicio y adecuado para albergar el caos humano.