IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Yendo al extremo busco el centro

A menudo pienso en la manera en que las personas tratamos de encajar todo lo que nos sucede a lo largo del tiempo. Todo lo nuevo que desafía lo antiguo, que lo hace crecer o disminuir, la información coherente y la contradictoria con nuestro marco de referencia, los signos en las relaciones relevantes que indican que se estrechan los vínculos y los que dejan a las claras que esos vínculos se debilitan…

Día a día tenemos que “encajar” en nosotros mismos multitud de estímulos que se contradicen entre sí, y que con frecuencia nos desestabilizan por un rato. Es algo así como si la mente estuviera expuesta a un constante oleaje de ideas, sensaciones, emociones, informaciones, percepciones de eventos que se suman, se restan, y bandean la estabilidad. Y si hay algo que necesitamos para mantener una salud mental regular es precisamente la estabilidad.

Necesitamos que al final del día nuestras cosas estén lo más controladas posible, lo suficiente para no llegar a la conclusión –y a las incomodísimas sensaciones que la acompañan– de que nuestra vida es un caos. El caos está muy cercano a la incontrolabilidad y supone una puerta abierta al temor más ancestral de quedarnos solos en medio de un mundo que parece que no conozcamos ni podamos controlar. Y para evitarlo ponemos en marcha toda suerte de mecanismos creativos, que contrabalanceen cualquier elemento que demuestre ser altamente disruptor. Por ejemplo, cuando los niños no entienden el tipo de vínculo que tienen con alguien importante, tienden a llegar a conclusiones que les colocan en el medio de la conducta de ese otro; es decir, se usan a sí mismos como referencia, causa y motivación del comportamiento dirigido a ellos que sistemáticamente no entienden –en particular si viene de una adulto–.

Probablemente todos hemos oído casos de padres que se separan y los niños tienen la creencia confusa de que es por su culpa. Éste puede parecer un pensamiento incoherente, pero en el fondo probablemente es una de las pocas maneras en la mente de un niño de acotar el impacto de circunstancias que le sobrepasan y se desparraman. El egocentrismo limita el impacto entorno a él o ella y, en cierto modo, estabiliza. Pero también podemos hacer lo contrario; esto es, llevar fuera las emociones, ideas o conclusiones que dentro no nos caben. Entonces proyectamos en otros lo que sentimos, les ponemos a ellos lo que no toleramos en nosotros; por poner un ejemplo, un miembro de una pareja que achaca al otro algo que le desquicia… mientras él o ella hace lo mismo. O cuando sentimos una tristeza mayor por la muerte de un animal doméstico que por la de una persona que ha sido cercana –y ha fallado en darnos lo que el animal pudo darnos–. Normalmente, una vez trasladada fuera, una porción de esa conclusión dolorosa (en los ejemplos anteriores algo como, «me da vergüenza que me pilles en falta cuando yo te achaco lo mismo» o «mi hermana no me dio nunca lo que me dio mi gato») es como si ya no nos perteneciera, como si le quitáramos peso a uno de los platos de la balanza y todo volviera a estabilizarse.

Encontrar el equilibrio implica a menudo hacer algo que otros podrían juzgar como «incoherente o ilógico» pero que en la lógica interna es una gran idea. Y no porque se piense o se calcule, sino porque de algún modo los mecanismos para no hacernos cargo de la dimensión global de lo que nos afecta profundamente, parece formar parte de nuestro ADN psicológico. En cierto modo, las endorfinas hacen algo similar por el dolor físico, nos drogan para seguir adelante y no notar la herida hasta poder huir lo suficientemente lejos como para encontrar refugio. Y entonces sí, solo cuando por fin nos sentimos a salvo, nos duele, y nos duele del todo.