IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Cuando el producto es un proceso

O cuando el producto es el proceso, podríamos haber titulado este artículo. A la hora de imaginarlas, la mayor parte de las cosas que queremos lograr las personas las diseñamos a modo de algo ya concluido, de una meta definida donde algo crucial ha cambiado de una forma deseada. Nos imaginamos el producto de nuestros esfuerzos a modo de guía que nos ayuda a poner las losetas que orientarán nuestros pasos. Esta proyección hacia el futuro, sin embargo, no solo está constituida por una figura ilusoria de cómo será llegar hasta allí, sino también por deseos, necesidades, temores, anticipaciones, propias en exclusiva de la persona que imagina.

Si pensamos por ejemplo en cambiar de trabajo, lo que imaginamos puede ser un escenario en el que la actividad que realicemos nos ofrezca mejores condiciones en términos de salario o disponibilidad de tiempo, pero también incluiremos en esa proyección lo que creemos que será un mayor bienestar, un mayor reconocimiento, una estimulación más interesante por la actividad en sí, e incluso puede que nos imaginemos con mayor prestigio social, o logrando que por fin alguien importante se sienta orgulloso u orgullosa. Sin embargo, cuando comenzamos a caminar hacia ese lugar deseado, a menudo pensamos en términos de resultados, de aspectos concretos que «tenemos» que lograr. Imaginar estos lugares futuros, es en cierto modo soñar, es algo así como coger lo que conocemos por experiencia y sumar o alterar algún elemento en torno a nosotros mismos, los demás o el mundo en general, que hace posible ese logro. Y el camino hasta allí, a menudo lo salvamos de manera casi mágica con nuestra mente, obviando todo el viaje que supone, para proyectarnos automáticamente en esa posición deseada.

Hablábamos antes de un nuevo trabajo, pero también los logros de tipo relacional (con la pareja o la familia), social (encontrar un grupo de referencia, impactar en los demás) o incluso propios (cambiar un hábito, tomarse las cosas de otra manera…), a menudo los retratamos como un cambio abrupto. Y cuando somos nosotros los que esperamos el cambio o el logro en las otras personas, también es habitual que dejemos a un lado el camino hacia allí, y fantaseamos.

Fantaseamos con que esa otra persona haga el camino que nosotros queremos para llegar al resultado que deseamos, sin tener en cuenta sus circunstancias, sus potencialidades o dificultades, incluso sin tener en cuenta sus deseos. La expectativa sobre lo que uno mismo o los demás deben conseguir, hasta deseándolo y estando todos de acuerdo en ello, a menudo saca de la ecuación un proceso de cambio eminentemente subjetivo, individual e histórico.

Y es que todo lo que hacemos tiene estas características porque, incluso para modificar la planificación de ese cambio es subjetiva. Evidentemente, cuando decidimos asumir el riesgo, necesitamos imaginarnos mejores, con más éxito, más centrados, más delgados, ágiles o decididos cuando lo hayamos conseguido, y esta imaginación ideal a menudo nos sirve de analgésico para todo el proceso costoso de llegar al otro lado de nosotros mismos. Nos encantaría que el rumbo hacia lo que deseamos fuera una línea recta, lógica, objetiva y sobre la que todos pudiéramos estar de acuerdo pero la realidad es más inmediata y poco definida.

De hecho, frecuentemente el propio proceso que iniciamos con aquel objetivo puede hacernos cambiar de meta, que dejemos de querer aquello que defendíamos a ultranza, o que la ilusión de llegar allí se solidificara en algo más imperfecto, curvilíneo, impredecible, pero más real. Y este proceso de autodescubrimiento mientras uno caminaba hacia un lugar predeterminado probablemente sea el auténtico crecimiento, el cambio real.