IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Sin miedo

Pocas emociones como el miedo han sido de mayor utilidad para la pura supervivencia física. Temer nos permite anticiparnos al peligro potencial y cambiar algo hoy para que lo que tememos no suceda. El mecanismo podría asemejarse a lo que pasa en esas películas de ciencia ficción en las que viajan al pasado con la misión de hacer una modificación crucial para que en el futuro los personajes y su mundo puedan esquivar el peligro que motivó el viaje. También el cuerpo “viaja” en el tiempo al prepararse para lo que está por venir cuando tenemos miedo. A partir de circunstancias dadas anticipamos una escena más o menos peligrosa que tratamos de evitar, y para evitarla en el futuro damos un viraje a nuestra conducta hoy, confiando en que funcione. En definitiva, actuamos con miedo en previsión de algo que todavía no existe. Es fácil de entender si pensamos en caminar por una calle oscura a altas horas de la noche; rápidamente usamos cualquier ruido extraño, cualquier sombra, como señales de un peligro potencial, a las que respondemos cambiando de recorrido o simplemente tensando el cuerpo por si hay que salir corriendo.

Sin embargo, nuestra emoción de miedo, temor o preocupación se activa también en situaciones sociales en las que en principio no hay peligro físico; y es que el encuentro con otros puede tener igualmente potencial para hacernos sentir inseguros. Los peligros de dicho encuentro con otros están relacionados con una vulnerabilidad propia de la pertenencia a los grupos, dependemos unos de otros para llevar a cabo la mayor parte de las actividades que realizamos, e incluso para mantenernos vivos. Esto supone que los demás tienen un poder real sobre nosotros más allá de la influencia, ya que pueden darnos o no apoyo, ayuda o validación.

Por tanto, en cierto grado necesitamos gestionar nuestra posición y regularla colaborando o compitiendo, en busca de apoyo o a veces de prevalencia. Así que aunque las relaciones sean buenas, no carecen de ese potencial para desatender o incluso amenazar la vulnerabilidad. Y en este sentido también el miedo nos moviliza, empezando por la tensión muscular similar a la de un peligro físico, aunque entonces deriva más en una acción interna, caracterizada por la creación de una voz particular: «Tienes que elegir las palabras para no quedar como una idiota» o «tengo que dar la impresión de saber de lo que hablo, porque si no...».

Lo curioso es cómo escuchar esas voces en nuestra mente también nos genera una emoción que puede ser muy intensa, y toda una suerte de reacciones casi como si las estuviésemos recibiendo de alguien del exterior. Esto es así porque tanto estas precauciones –un tanto extremas– como las consecuencias, si no las seguimos, también son fruto de la experiencia previa, una experiencia que nos ha hecho cuidarnos hoy, estar alerta. Si nos han criticado muchas veces por no cuidar nuestras palabras o se nos ha exigido, entonces tampoco es de extrañar que ese tipo de voces anticipen hoy una crítica de algún tipo; una crítica y su consecuencia potencial que retrae nuestra conducta y nos retiene como a un ratoncillo que no se mueve demasiado para evitar ser descubierto.

El cuerpo y la mente, lo físico y lo social, entroncan en la emoción, que nos moviliza para ayudarnos a adaptarnos pero, del mismo modo que en el cuento de Pedro y el Lobo fueron muchas menos las veces en las que apareció la fiera, nuestra alarma puede mantenernos en una tensión que hoy no tiene por qué ser imprescindible para sobrevivir.