Pablo L. Orosa - Mohamed Ibrahim
caos en somalia

La tercera batalla de Mogadiscio

El horror de ver a los soldados del Black Hawk arrastrados por las calles de Mogadiscio llevó a la administración Clinton a retirar las tropas norteamericanas de Somalia. Trece años después, las fuerzas estadounidenses han vuelto a desplegarse en el país africano ante la creciente amenaza de los yihadistas de al Shabab. Pero esta vez la batalla de Mogadiscio no se libra aquí, por más que el sangriento atentado de octubre fije el foco en la capital somalí. La tercera batalla de Mogadiscio se disputa a treinta kilómetros, en el valle del Shabelle, donde los extremistas se rearman para volver a tomar el país.

Unas sandalias y un reguero de sangre seca sobre la arena. Es todo lo que queda después del último ataque de al Shabab en Lafoole (Somalia). El tercero de las últimas semanas. «Esto es un sinsentido. Solo eran civiles», se lamenta Inok. Tiene los ojos cerrados, demasiado cansados de ver el lado malo de las cosas, y el sudor se le escurre por la frente. En los minutos que siguieron a la explosión todo era tensión –«cuando una bomba es detonada, otra puede estar a punto de serlo»–, pero ahora por fin Inok puede descansar. Al menos por un segundo. Pero ese es quizá el peor momento. El momento en el que Inok le da vueltas a la cabeza. Piensa en sus dos hijos y en que quizá la próxima vez no tenga tanta suerte. No han transcurrido ni cinco minutos desde que su patrulla ha atravesado Lafoole.

–¿No tienes miedo?

–No, no puedo tener miedo. Esta es la vida de los soldados.

Todavía no son las nueve de la mañana y los hombres del capitán Jacob ya están reunidos en el punto de encuentro de la base avanzada de Arbiska, a treinta kilómetros de Mogadiscio, en pleno valle del Shabelle. Hace calor en este maldito desierto y la mayoría se ha quitado el casco mientras escucha las palabras de su superior. Como cada mañana tienen que salir a patrullar la carretera que une Afgoye con la capital somalí, una de las rutas clave para las comunicaciones con el sur de Somalia. «Es un trabajo muy peligroso», reconoce el coronel Chris Ogwal, máximo responsable del batallón XXI desplegado en Arbiska. «En muchos casos estamos ciegos (sin información) y la milicia de al Shabab continuúa en los alrededores».

Desde su retirada de Mogadiscio a finales de 2011, cinco años después de haberla conquistado en la bautizada como segunda batalla de Mogadiscio, los radicales de al Shabab permanecen replegados en el sur del país, camuflados entre la gente. Entre su gente. A la espera de que las 22.000 tropas de la African Union Mission to Somalia (AMISOM) comiencen a retirarse el próximo año. Entonces volverán a atacar. A intentar reconquistar lo que fue la capital de la Unión de Tribunales Islámicos. «En el momento en el que la AMISOM se retire, Al Shabab se hará más fuerte y volverá a marchar sobre Mogadiscio», alerta el coronel Ogwal. «Sí, es una posibilidad clara», concuerda el profesor de historia africana de la universidad de Warwick David M. Anderson.

Las victorias militares en Janale, Barawa y Bariire, donde la intervención fue apoyada por fuerzas norteamericanas y se saldó con una decena de muertos, entre ellos tres niños, no han logrado apaciguar esta región del antiguo protectorado italiano de Somalia: aunque logren liberarlo, la AMISOM no tiene recursos para mantener sus posiciones y en cuestión de días abandonan la zona y ésta vuelve a ser tomada por los leales a Ahmad Umar. La clave, apunta Anderson, es el fuerte respaldo social con el que cuenta al Shabab: «Son a la vez resilientes y adaptables, más que otros grupos insurgentes, y su nacionalismo intrínseco les proporciona una sólida base social que continúa alimentando este apoyo mientras los ejércitos extranjeros ocupen suelo somalí. A los somalíes puede que no les guste al Shabab, pero menos les gustan los invasores extranjeros».

Alrededor de la base de Arbiska hay chicos correteando. En la entrada, apenas a unos metros de los tanques de respuesta rápida, han organizado un partidillo de fútbol: no hay porterías, pero hay un balón. Algunos soldados conocen a los chiquillos y los llaman por el nombre. De vez en cuando vienen a pedir agua o medicinas. También se encargan de comprarles algunos suministros. «Aunque los conocemos, no nos podemos fiar. Ahora pueden ser amigables, darte incluso algo de información, pero unos minutos después ya están colaborando con al Shabab», revela uno de los soldados del capitán Jacob. Inok lo mira desde la distancia. No asiente, pero tampoco contradice a su superior.

Lafoole, como todos los pueblos de la niebla gris, también muere de desesperanza. Los pastos están secos, los puestos de comida vacíos y las nubes que asoman por el horizonte son cada vez más oscuras. Un policía somalí, apenas un chiquillo sin uniforme pero con un AK-47 colgado del brazo, nos da la bienvenida. El comandante Walter Kisa pide a sus soldados que extremen la vigilancia: «Estamos en uno de los puntos calientes». Desde hace seis meses, los ataques son constantes en este punto de la carretera.

«Mira, aquí están los restos de una explosión de la semana pasada», señala Inok con la punta de su fusil.

Él es el único de los soldados que saluda a los vecinos. No más que un gesto con la cabeza, de vez en cuando alguna palabra que ha aprendido en somalí. «No hay ningún problema con ellos». Una furgoneta abarrotada con hombres y maletas hasta en el techo avanza a trompicones entre los baches. Otra minivan, “japonesa”, intenta adelantarla, pero tiene que detenerse hasta que el carro tirado por un burro tan enflaquecido como su dueño se aparta.

 

 

El convoy con materiales de construcción viene en camino desde Mogadiscio. A la patrulla de Walter Kisa todavía le faltan un par de kilómetros por patrullar: hay que revisar a pie cada metro, los matorrales y las pequeñas tiendas que jalonan la ruta: puede haber explosivos (IED, por sus siglas en inglés). «Algunos llevan tiempo colocados y los detonan al paso de nuestros convoyes. Otros los ponen por las noches», explica uno de los soldados. Lafoole, y los campos de desplazados internos que lo rodean, son imposibles de controlar. Demasiada gente. Demasiada desesperanza. Demasiada niebla gris.

«Rápido, rápido», grita el más avanzado de la patrulla.

En unos segundos, el grupo se ha dividido. Unos acuden a revisar lo que parece un artefacto sospechoso. Los demás se disponen en formación, separados un metro unos de otros para que las balas perdidas no se cobren premio doble, preparados para una emboscada.

–Falsa alarma.

En Lafoole observan la escena con desconfianza. Un grupo de mujeres refugiadas sale al paso de la patrulla para pedirles ayuda. En una cantina, dos hombres intercambian algunas palabras con los soldados. «No te fíes», repite el compañero de Inok. Los hombres de al Shabab están entre ellos. Algunos son sus propios hijos. Y aunque no lo sean, ¿para qué iban a colaborar con tropas extranjeras? Cuando estas se marchen, al Shabab seguirá ahí. Y al Shabab no perdona a traidores.

–Allí, allí.

La explosión ha sacudido la calzada y una nube de humo negro alcanza ya el cielo. «Ha sido el minivan japonés», cuchichea uno de los chicos de Walter Kisa. Mientras llegan los artificieros, las tropas de la AMISOM aseguran la zona. Hay un agujero de varios metros en el suelo y la cabina de un camión destrozada. También dos chancletas y un reguero de sangre ya seca sobre la arena. Las sandalias son de la niña. La sangre, de su madre.

«Esto es un sinsentido. Solo eran civiles». Inok tiene los ojos cerrados y no para de darle vueltas a la cabeza. ¿Hasta cuándo va a durar este infierno? Entonces alguien viene con la noticia. La mujer tiene el estómago destrozado. No va a sobrevivir. Inok ya no puede cerrar más los ojos. La vida es demasiado puta.


La sangre de Bariire, los muertos de Mogadiscio. A finales de 1992, una fuerza estadounidense desembarcó en las playas de Mogadiscio para garantizar el reparto de ayuda humanitaria a una población que se moría de hambre. Somalia era ya por entonces un país devastado: los señores de la guerra, encabezados por Mohamed Farah Aidid, habían iniciado meses antes una guerra fratricida en la que no se hacían prisioneros. Alarmados por las atrocidades que estaban teniendo lugar, como la ejecución de un grupo de mujeres en la cola de reparto de alimentos, forzaron a la administración Clinton a intervenir, bajo el auspicio de la ONU, en la bautizada como operación Restaurar la Esperanza. El asesinato de veinticinco soldados pakistaníes desplegados en misión humanitaria fue la coartada para iniciar la captura de Aidid.

Pero el 3 de octubre de 1993, la primera batalla de Mogadiscio fue el principio del fin para los norteamericanos: las milicias de Aidid, que habían entrenado en Yemen junto a la por entonces desconocida al Qaeda de Osama Bin Laden, convirtieron el barrio de Bakara en una ratonera. El convoy sufrió una emboscada y dos helicópteros fueron derribados. Dieciocho soldados estadounidenses perdieron sus vidas y 75 resultaron heridos. Uno de ellos fue linchado en plena calle: después de profanar su cadáver, lo ataron con cuerdas y pasearon su cuerpo por toda la ciudad. El fotógrafo canadiense Paul Watson, al que todos en Mogadiscio conocían como gamay (manco, en somalí), inmortalizó aquella escena que años después se haría universal con la película “Black Hawk derribado”.

El impacto mediático de aquellas imágenes cambió la historia de la región. Clinton ordenó la retirada de las tropas norteamericanas de Somalia y el país quedó en manos de los señores de la guerra. Pocos meses después, cuando el general canadiense al frente del contingente de Naciones Unidas en Ruanda, Romeo Dallaire, alertó de lo que iba a suceder en el país de las mil colinas, la diplomacia estadounidense obvió el uso de la palabra “genocidio”, que obligaba a una intervención inmediata. Cuando por fin la misión internacional llegó a Ruanda, los hutus radicales ya habían perpetrado una de las mayores matanzas de la historia moderna.

Dos décadas después de aquello, Ruanda ha comenzado a sellar sus heridas, pero Somalia no ha hecho más que avanzar hacia el caos: aunque fueron expulsados de Mogadiscio a finales de 2011, los radicales de al Shabab siguen controlando buena parte del país. Al norte, los señores de la guerra mantienen sus bastiones, en los que proliferan piratas y milicias afines al ISIS. Mientras, frente a las costas de Yemen, Somaliland, la democracia más fuerte de África del Este según “The Economist”, exige el reconocimiento internacional de su independencia. Un escenario de “divisiones” y “deficiencias crónicas” que convierten el futuro de Somalia, en palabras de los investigadores de Crisis Group, en “incontrolable”.

A pocos meses de iniciar la retirada del contingente de la AMISOM, cuyo repliegue debería completarse antes de 2020, la prioridad de la misión internacional es asegurar el perímetro de Mogadiscio en el valle del Shabelle. «El propósito es garantizar que eliminamos a los elementos de al Shabab en esta área», explicaba el teniente coronel Israel Kaheru Bagenda tras iniciar el pasado noviembre una nueva fase del operativo contra los radicales en este enclave al noroeste de la capital. Desde el pasado marzo, Estados Unidos se ha unido a la lucha contra los extremistas: primero bombardeando las posiciones de al Shabab en Baidoa y posteriormente desplegando tropas regulares en Somalia por primera vez desde lo ocurrido en 1993.

La ciudad de Bariire, a 45 kilómetros de Mogadiscio y a menos de treinta de Lafoole, es la gran obsesión de la US Africa Command (AFRICOM). Aunque las tropas gubernamentales –apoyadas por los norteamericanos– lograron recuperar el control de la ciudad en los primeros meses de 2017, a principios de octubre procedieron a una “retirada táctica”. Una semana después, dos atentados coordinados devolvieron a Mogadiscio el dolor de más de 350 víctimas mortales y doscientos heridos.

«Evitar atentados en Mogadiscio es todavía más difícil si las zonas circundantes vuelven a estar bajo el control de al Shabaab o cuando las comunidades, indignadas por la corrupción y la incapacidad del Ejecutivo, y por las muertes de civiles durante las operaciones antiterroristas, ofrecen apoyo tácito a los islamistas. Al Shabaab sabe aprovechar la ira por la corrupción de los funcionarios —Somalia está considerado el país más corrupto del mundo, según Transparencia Internacional— para recabar apoyos», señala Crisis Group en su último informe.

El TM (Bedford) –un modelo de camión que antes usaba el Ejército somalí– que explotó en el K5, una concurrida zona de Mogadiscio llena de restaurantes y edificios gubernamentales en el barrio de Hodan, procedía del valle del Shabelle y se cree que pasó varios controles vigilados por soldados somalíes en la carretera que une Lafoole y Mogadiscio. Es posible que los explosivos estuvieran ocultos en algún cargamento. También es posible que sobornaran a los soldados para que dejaran pasar al camión. El hombre que lo conducía, un ex miembro de las fuerzas de seguridad somalíes, residía en una de las aldeas de Bariire que fueron asaltadas en agosto por las tropas especiales norteamericanas en una polémica operación que se saldó con una decena de muertos, entre ellos tres niños.

«La estrategia estadounidense para decapitar a al Shabab ha tenido sus éxitos», reconoce el profesor de historia africana de la universidad de Warwick, «pero los insurgentes han demostrado su capacidad para encontrar reemplazos y mantener sus estructuras de mando y entrenamiento. El impacto de los ataques contra al Shabab requiere un tiempo para ser efectivo, pueden pasar uno o dos años antes de que veamos un declive substancial en su capacidad para llevar a cabo atentados importantes». Al menos hasta entonces, la respuesta de los yihadistas está clara: a cada operativo de las fuerzas internacionales le seguirán más muertes. Aunque sean de civiles. Aunque sean, como la mujer de Lafoole, solo un reguero de sangre seca en la arena.

Ronda de Mogadiscio. El centro de Mogadiscio, sede de embajadas, del aeropuerto y de la base de la AMISOM, es un búnker. Los soldados apostados en la retahíla de checkpoints que vigilan Medina Gate, la principal puerta de entrada, comprueban minuciosamente las autorizaciones. El peligro es latente. El hotel Jazeera, un majestuoso complejo con las vistas más imponentes de la ciudad, donde políticos, empresarios y buscavidas divagan entre tés y postres azucarados, ha sido objeto de ataques en varias ocasiones. En 2012 fallecieron ocho personas.

Junto a la playa, son los marines los que se encargan de mantener a los yihadistas alejados: durante la segunda batalla de Mogadiscio, los radicales aprovechan la noche para adentrarse y hacerse con material militar. Hoy, la base es segura y el centro de abastecimiento ha podido trasladarse desde Mombassa a la capital somalí. «Nuestra función principal es la de asegurar las rutas de suministros», explica el capitán Dennis mientras sus hombres aguardan para salir a patrullar la costa que rodea al aeropuerto: «Al Shabab es muy paciente. Está esperando a que bajemos la guardia para atacar».

La carretera está llena de baches. Los blindados de la AMISOM tratan de esquivarlos mientras sus soldados acaban de prepararse: unos se colocan el casco, otros apuran un trago de agua fresca. En el interior hace un calor espantoso. «La situación está complicada ahí fuera. No os detengáis ni os bajéis bajo ningún concepto», repite el mando antes de despedirse de sus chicos. En Mogadiscio los hasta luego siempre suenan a adiós.

Afuera la realidad es demasiado inestable. La crisis del Golfo, con la disputa que Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos mantienen con Qatar, ha debilitado aún más al Gobierno del presidente Mohamed Abdullahi Farmajo, incapaz de alinearse públicamente con uno de los bandos. Sin las aportaciones de sus principales donantes, el Ejecutivo no puede pagar los salarios a policías, soldados ni a los funcionarios de los servicios de inteligencia. «Los esfuerzos del Gobierno de asegurar Mogadiscio consisten, sobre todo, en localizar las armas ilícitas, controlar a las milicias de los clanes y levantar barreras en las principales entradas a la ciudad. Pero estas medidas no son suficientes», asegura la investigación de Crisis Group. «Los soldados que no cobran son sobornables y los clanes descontentos en los alrededores de la ciudad permiten que se infiltren los miembros de al Shabaab. Las unidades de élite, Amniyat (la temida policía secreta de al Shabab), llevan años trabajando en la capital, introduciéndose en las estructuras de seguridad del Estado, reuniendo información y asesinando a funcionarios y confidentes del Gobierno».

En los mentideros del Jazeera nadie lo pone en duda. Los amigos de hoy son los enemigos de mañana. Los políticos se mienten a la cara y los mandos policiales desconfían unos de otros. Solo coinciden en que la retirada de los tropas internacionales puede resultar catastrófica. «Las fuerzas de la Somali National Alliance (SNA) y de la policía están mal organizadas, mal entrenadas y son potencialmente desleales al Gobierno de Mogadiscio: están compuestas por grupos de milicias, son localistas y fácilmente infiltrables. Los esfuerzos por transferir más responsabilidades a las fuerzas somalíes le han dado a al Shabaab un respiro necesario para reorganizarse y reorientarse», resume David M. Anderson.

Es al caer la noche cuando los radicales vuelven a tomar el control. El batallón XXI se repliega a la base de Arbiska y Lafoole recupera el mandato de los tribunales islámicos. Poco importa que hayan desaparecido oficialmente, siguen siendo el orden para las comunidades del valle del Shabelle. La población confía en ellos. Un poco por miedo. Un poco porque son los únicos que siempre han estado a su lado. A 30 kilómetros de allí, en el cruce de Ansaloti, un grupo de agentes somalíes da el alto a un vehículo ante la mirada aprobatoria de los soldados de la AMISOM.

Dos jóvenes bajan del mismo. Uno de los agentes les pide que abran el maletero. El otro mantiene el fusil en la mano.

«Levante la camiseta», les exigen.

En Somalia nada es lo que parece. Menos cuando se está librando la tercera batalla de Mogadiscio.