Texto: Karlos Zurutuza, fotografía: Ricardo García Vilanova
ABjasia, 25 años de independencia

Condenados a vivir juntos

Este año se cumplen 25 desde que Abjasia declarara su independencia de Georgia. Hoy es un rincón del mar Negro atravesado por la falla entre Oriente y Occidente. También un país pequeño en el que se conocen todos, literalmente.

Ajedrez en el paseo marítimo de Sujum.

 

En el puesto de Policía a este lado de la frontera, en Georgia, no quieren ni oír hablar de que Abjasia sea un país. ¿Y quién dijo que esto es un puesto de frontera? Desde su garita, o lo que sea, Teymuraz explica que nació georgiano, por eso no ha vuelto a su aldea en Abjasia desde que la abandonó con tan solo once años. No hay problema para cruzar, dice, pero hace falta el visto bueno de Tbilisi para atravesar el puente sobre el río Inguri. Los abjasos lo llaman Ingur, y lo mismo pasa con Sujumi, la capital de Abjasia, que se convierte en Sujum, o Gali, que también perdió su “i” tras aquella guerra. Se perdió mucho más.

Al igual que en Moldavia o en Chechenia, el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1991 trajo consigo el enfrentamiento entre sus antiguos inquilinos. En Abjasia estalló un conflicto breve pero brutal que se saldó con miles de muertos y la deportación de todos los georgianos que vivían en Abjasia –la mitad de la población– en 1993. Eran los que amaban las íes. Los años siguientes fueron terribles para los expulsados, pero también para los abjasos; nadie en el mundo admitía la existencia de una pequeña república a orillas del mar Negro, lo cual se tradujo en un embargo internacional que casi asfixia a toda la población. El primer balón de oxígeno no llegaría hasta 2008, cuando Rusia inauguró la lista de países que reconocen a Abjasia. Los otros son Nicaragua, Venezuela y tres islas-estado polinesias.

Una vez en la orilla de los que odian las íes se circula en fila de a uno entre alambradas. Pronunciarlas es meterse en política, pero los rusos que gestionan el acceso no parecen tener ni idea de esta particularidad. «¿Vais a Sujumi?», pregunta uno de ellos, mientras chequea cada página de nuestros pasaportes. También quieren ver el visado abjaso que conseguimos por internet. Luego improvisan preguntas: ¿para qué venimos? ¿Por qué? ¿Conocemos a alguien en Abjasia?

Soltamos los nombres de dos exministros de Exteriores –no es la primera ni la segunda vez que estamos aquí–, pero no les suena ninguno. No importa.

Poco después enfilamos hacia el noroeste por la única carretera posible. “Gal”, reza una señal, en abjaso, ruso e inglés. Sabemos que estamos en Abjasia cuando un SMS robot del Ministerio de Asuntos Exteriores español nos informa de los números de sus consulados en Moscú y San Petersburgo.

Los de casa. Se podría decir que Abjasia es un continente del tamaño de Nafarroa: las aguas del mar Negro pueden superar aún los 20 grados mientras que las del lago Ritsa, a pocos kilómetros pero todos cuesta arriba, están a punto de congelarse. Uno puede bañarse en un palmeral con los picos nevados del Cáucaso haciendo sombra sobre la playa. Capital del veraneo soviético, toda la nomenklatura se dejaba caer por Abjasia y, a veces, con invitados igualmente ilustres. El propio Fidel Castro vino en 1963 invitado por Nikita Krushev, en una visita profusamente ilustrada en un libro de fotografías del que se publicaron 1.000 ejemplares el pasado año, pero que nunca llegó a comercializarse. «Quisimos entregarle uno en mano a Fidel, pero murió antes que pudiéramos hacerlo», explica Viacheslav Chirikba desde la cafetería del hotel Ritsa, en Sujum. Fue el impulsor de dicha iniciativa durante su mandato como ministro de Exteriores de Abjasia, entre 2011 y 2016. Chirikba pasa las páginas de un volumen que bien podría tratarse de un álbum familiar: Castro bebiendo vino abjaso de un cuerno junto con el hermano de su abuelo; Castro vestido con burka y papaja –espaldero y sombreros típicos del Cáucaso–, posando con el tío de su mujer… No todos son parientes suyos, pero los conoce por sus nombres y el de las familias a las que pertenecen.

La familia, el clan, sigue teniendo un gran peso en la fracturada política abjasa. Están los Shamba, los Chachba y, sobre todo, los Ardzinba, hegemónicos en casi todos los ámbitos de la sociedad. Esa naturaleza aún tribal de los abjasos es la que estuvo detrás de los incidentes de 2014, cuando unas protestas obligaron a dimitir al entonces presidente Alexander Ankvab, provocando nuevas elecciones que auparon a Raúl Khajimba al poder.

«Tras el reconocimiento de Rusia en 2008, la amenaza exterior, la georgiana, disminuyó, pero aumentaron las tensiones internas», resume Chirikba. Durante su etapa como ministro de Exteriores siguió tocando todas las puertas en busca de aliados y, sobre todo, de reconocimiento. Admite que este último es prácticamente un imposible, pero dice que se trata de una cuestión de «hechos consumados». «El que solo seis países reconozcan a Abjasia como un país soberano no quita que este lo sea a todos los efectos. Lo cierto es que, a día de hoy, estamos completamente desvinculados del antiguo poder central en Tbilisi», subraya tajante el abjaso.

Recuerda que una ley soviética aprobada en 1990 reconocía el derecho de Abjasia a la secesión en caso de que Georgia abandonara la URSS. «Fue el colapso del 91 –añade–, el que impidió que la ley se ejecutara evitando la guerra».

Si bien la relación con Tbilisi es nula, no puede decirse lo mismo de sus canales con Moscú. El despliegue de tropas rusas por todo el territorio y la enorme embajada que Rusia ha levantado en el mismo centro de Sujum son muestras más que elocuentes del lado hacia el que se inclina la balanza. La UE ha aportado más de 50 millones de euros a Abjasia desde 2008, pero no es más que una décima parte del dinero que Moscú ha puesto sobre la mesa. A pesar del apoyo militar, político y económico del vecino del norte, el exministro asegura que a Rusia «no le importan demasiado ni la democracia ni los derechos humanos en nuestro país».

Tras abandonar la vida política, Chirikba volvió a la universidad, donde dobla como profesor de Relaciones Internacionales y de lingüística, su especialidad y su pasión. Entre otras muchas lenguas ha estudiado la vasca; se presentó con un diccionario ruso-vasco manuscrito la primera vez que lo conocimos, en el otoño de 2006, y sería él mismo el autor del primer diccionario abjaso-euskara cinco años más tarde. Más que el análisis comparativo entre lenguas que, dice, pueden tener un origen caucásico común, es la propia supervivencia del abjaso la que le quita el sueño. ¿Qué puede hacer una lengua que apenas hablan 100.000 personas ante otra, el ruso, que cuenta con más de 150 millones de hablantes? No es fácil, sobre todo teniendo en cuenta la extrema dificultad del abjaso para aquellos cuya lengua materna es el turco, el ruso o el armenio. Lo más preocupante, continúa Chirikiba, es que los propios abjaso-hablantes recurren con demasiada frecuencia al ruso. «Los vascos lo explicáis a la perfección: una lengua no se pierde porque los que no la saben no la aprenden, sino porque los que la conocen no la hablan», recita de memoria el lingüista el verso convertido en eslogan de Joxean Artze, fallecido el pasado 12 de enero.

Una tarde ociosa en Sujum, capital de Abjasia.  La gente pesca como distracción en una ciudad donde, en realidad, no hay mucho que hacer.


Los de fuera. A los abjasos les encanta contar a los visitantes la leyenda que justifica la belleza natural de su país. Dios ya había repartido el mundo entre los distintos pueblos para cuando llegaron ellos. «Teníamos huéspedes que atender», justificaron su retraso los abjasos. Conmovido por su hospitalidad, Dios les ofreció el terreno que se había guardado para sí mismo: un trozo de paraíso en la tierra.

El relato no deja de tener su gracia, e incluso gana interés cuando sabemos que los georgianos también lo hacen suyo, y sin cambiar una sola coma. Lo cierto es que la historia de ambos pueblos se entrelaza en reinos comunes como el de los Leónidas y los Bagrátidas –entre los siglos X y XIII–, pero también colisiona violentamente, sobre todo bajo los caprichos de foráneos como Stalin, quien anexionara a la pequeña Abjasia a Georgia en 1931, o de Putin, que selló definitivamente su desmembración de Tbilisi, reconociéndola en 2008.

Mientras georgianos y abjasios se amaban y odiaban a partes iguales durante siglos, seguía llegando gente de tierras vecinas: colonos, o exiliados rusos por el norte, comerciantes turcos por la costa o, por el este, armenios que huían del genocidio en Anatolia, a principios del siglo XX. Estos últimos son, junto con los mingrelios, las dos comunidades más numerosas tras los abjasos.

La convivencia no siempre es fácil. Un apellido abjaso –de esos que cuentan con el patronímico en “-ba”– eximirá a más de uno de una multa por velocidad, un privilegio del que los armenios, por ejemplo, no gozan. De estos últimos se dice que son disciplinados en el trabajo y que la trayectoria política del país está en sus manos: se les acusa de votar en bloque, mientras los abjasos, siempre tan viscerales, tan caucásicos, son víctimas de su propia división interna.

Monitorear dichos comicios es una de las labores que desarrolla el Centro para Programas de Derechos Humanos, una ONG fundada en 1994 tras la guerra y financiada con fondos del Reino Unido y de la UE. Liana Kvartchelia, una de sus fundadoras, insiste en que la negativa de la comunidad internacional a aceptar la «nueva realidad» es la fuente de muchos otros problemas a los que se enfrentan los abjasos. «Si bien Rusia fue la primera en reconocer a Abjasia –continúa Kvartchelia–, Moscú no le da ninguna importancia a que la democracia germine aquí».

Arda Inal Ipa, también cofundadora de la ONG, interviene para subrayar que la corrupción es uno de los problemas más preocupantes, y de los de más difícil solución. «En cualquier otro país se encausaría a los responsables, pero el nuestro es demasiado pequeño. ¿Cómo llevar a juicio a un familiar, o a un vecino, o a un amigo cercano?», explica la activista. El sistema hunde sus raíces en el tribalismo: «Si perteneces a un clan importante, si tienes veteranos en la familia o mártires, entonces tienes el poder para hacer lo que quieras».

Son aseveraciones como éstas las han que han levantado la sombra de la sospecha sobre Kvartchelia, Inal Ipa y sus colaboradores. Dicen estar acostumbrados a que les acusen de ser «espías georgianos», pero no temen por su integridad física. «A veces no es fácil apuntar hacia los problemas y sus responsables, pero tampoco vivimos con miedo a ser ‘purgadas’ por hacerlo», admiten.

 

Antigua zona de reposo de las élites soviéticas, este balneario de la capital se ha convertido hoy en día en una parada de fantasmas.


Los otros. Uno de los temas más espinosos sobre los que trabaja la ONG es el de los cerca de 17.000 pasaportes abjasos que Sujum retiró a residentes de Gali, localidad fronteriza con Georgia. La mayoría en esta zona deprimida del país cuenta con un pasaporte georgiano, que es el que les permite cobrar unas exiguas pensiones desde unas furgonetas dispuestas para ello en la frontera. «Para esta gente es una cuestión de mera supervivencia, sobre todo ahora que las cosechas han sido arrasadas por una plaga de chinches», apunta Inal Ipa. Dice que es ese insecto, y no la corrupción o la falta de reconocimiento internacional, el problema más acuciante de Abjasia. Si el turismo estival y la inversión rusa son las fuentes principales de ingresos de la mitad oeste de Abjasia, el este, entre Sujum y Georgia, sobrevive casi exclusivamente del cultivo de la mandarina. Y la chinche ha acabado con ella.

Aún antes de la plaga, Gali y el resto de las zonas limítrofes a la frontera eran una “zona muerta” para los sujumitas. En la capital prácticamente nadie conoce esa región de Abjasia, a menos de cien kilómetros hacia el este. Los zarzales y la mala hierba crecen sin control, como si la propia naturaleza, avergonzada, se esforzara por ocultar las casas quemadas de los que perdieron la guerra.

La mayoría de los que viven en la zona muerta son mingrelios. Solo la mala fortuna ha querido que vivan a ambos lados de la falla geopolítica abierta entre Abjasia y Georgia. Su lengua, el mingrelio, es pariente del georgiano pero, a diferencia de este último, no cuenta con una norma escrita propia. Hay que decir que nunca ha existido un sentimiento nacionalista mingrelio significativo; sin ir más lejos, Zviad Gamsajurdia –el primer presidente electo de la Georgia independiente–, era un mingrelio de Georgia, mientras que Laurenti Beria lo era de Abjasia. Esos apellidos característicos terminados en “ia”, en contraposición el “ba” abjaso, son los que, a ojos de muchos, distinguen a unos de otros en sus pasaportes, pero lo cierto es que ambos pueblos han convivido durante al menos 2.000 años en la región. Chirikba dice que su sangre se ha mezclado durante siglos, con lo que hay abjasos con apellidos mingrelios y viceversa.

Pero pocos comparten el integrador discurso del exministro. En su día, Nana, de 79 años, guardó cola durante días, con la ayuda de familiares y amigos, para conseguir un pasaporte abjaso a cambio de entregar el georgiano. El funcionario lo destruyó con ceremonia delante de ella, pero ambos sabían que se trataba de un gesto puramente simbólico: a Nana no le llevó más de un día recuperar su pasaporte georgiano al otro lado de la frontera. «Cobro una pequeña pensión de Tbilisi y la asistencia médica al otro lado es infinitamente mejor que aquí. ¿Qué otra cosa puedo hacer?», se justifica. Un pasaporte abjaso no cambiaría sustancialmente la vida de una anciana de Gali que ni siquiera recuerda cuándo estuvo en Sujum la última vez. No obstante, ser legalmente extranjera en tu propia tierra implica que tanto su casa como sus tierras colindantes no puedan ser heredadas por sus hijos.

La educación es otro de los aspectos en los que se desvanece la identidad local. El georgiano ha desaparecido en Gali para ser suplantado por el ruso, aunque todo es aún más complicado. «Hasta cuarto de Primaria la mayoría de la asignaturas son en abjaso pero, a partir de ahí, la educación continúa en ruso, con el georgiano como asignatura», explica Lana Goglia desde la escuela de la pequeña aldea de Tskhiri.

El Danish Refugee Council, una de las ONG trabajando en esta parte del Cáucaso, ha ayudado cambiando las ventanas y acondicionando un baño, pero habrá que hacer mucho más para que los 58 niños de este colegio aguanten dentro de clase con temperaturas por debajo de los cero grados durante el invierno. Pero no es tanto la precariedad de los colegios abjasos como la eliminación por decreto de la enseñanza en georgiano la que ha hecho que muchas familias de la frontera manden a sus hijos a la escuela en Georgia. Durante la semana, los pequeños se alojan con familiares al otro lado de la frontera, generalmente en Zugdidi, y vuelven a casa cada fin de semana. Goglia dice entenderlo «perfectamente». «Tanto los alumnos como nosotros tenemos dificultades con el ruso y, sobre todo, con el abjaso. Hablamos mingrelio en casa pero soñamos con poder volver a estudiar y enseñar en georgiano», explica la veterana maestra, desde un despacho húmedo y desconchado que preside una bandera abjasa. «A veces me pregunto quiénes somos realmente».

Se lo preguntamos a Kan Taniya, viceministro de Exteriores de Abjasia, pero que pertenece a esa generación de abjasos completamente desvinculada de Georgia: ni habla georgiano, ni ha estado jamás al otro lado de la frontera oriental. Nacido en el 87, Taniya tenía apenas cinco años cuando estalló la guerra contra Georgia. Dice que aún recuerda el estruendo de los aviones y de los combates, y a sus padres diciéndole que todo era un juego, que no se preocupara. Lo explica en un inglés perfecto, aunque insiste en que su italiano es mejor. Una beca le permitió licenciarse en Ciencias Políticas en la Universidad de Florencia, de donde pasó a trabajar en la embajada italiana en Montecarlo. Fue Chirikba quien le propuso trabajar para el ministerio, donde ocupa su puesto desde noviembre de 2014.

Taniya reconoce abiertamente que la corrupción en el país es una lacra. «Somos pocos, nos conocemos todos…», se justifica él también. Luego le quita hierro al asunto con una frase cargada de ironía muy popular durante su época de universitario: «En Abjasia no hay corrupción, sino entendimiento mutuo».

Respecto a la cuestión de los pasaportes, «la ley es la que es»: está permitido tener un pasaporte ruso además del abjaso, pero no uno georgiano.

Café en la Rambla principal de la ciudad.  A pesar de que sus precios son prohibitivos respecto al salario medio, siempre hay locales y rusos que vienen de vacaciones, sobre todo en verano.


Un planeta ajeno. Los abjasos se quejan de que los periodistas raramente pasan más de tres o cuatro días, y que vienen «a tiro hecho», buscando la misma foto del barco encallado en la playa de Sujum, o la famosa cabina de teleférico suspendida en el vacío desde el 93 en Kvartchal. Para disgusto de muchos, sobre todo de los fotógrafos, ambos elementos paisajísticos fueron retirados hace un año. Ahora búsquense la vida para ilustrar lo de que Abjasia es «un satélite en órbita circular desde el colapso soviético», por citar otro cliché del catálogo.

Quizá fuera Verne el que mejor trazara la trayectoria de este aerolito de la geopolítica. En su novela “Héctor Servadac”, un cometa roza la Tierra arrastrando consigo una pequeña parte del norte de África. Sobre este nuevo planeta a la deriva viajan una guarnición francesa, un destacamento de ingleses de Gibraltar, un grupo de españoles, un judío, una niña italiana de Malta... Al principio nadie entiende lo que ha pasado, hasta que pronto descubren que los días son más cortos, que la gravedad es menor y que el sol sale por poniente. Los conflictos se vuelven secundarios cuando todos finalmente comprenden que están condenados a vivir juntos en un planeta ajeno.

¿En qué punto se encontrarán los abjasos? ¿Entenderán lo de la gravedad? Quizás la única certeza sea que el sol ha dejado de salir por el este, por Georgia. Hoy lo hace desde Rusia.