Lucie Peytermann
dos caras de los centros de acogida de emergencia

Migrantes en la campiña francesa

«El problema de los migrantes, aquí, lo vivimos en primera persona; ¿los políticos? Están muy lejos», exclama el alcalde de Bonnelles. Esta población francesa, pionera al haberse convertido hace tres años en lugar de acogida de migrantes que huyen de la guerra o la miseria, ha conseguido mantener un delicado equilibrio con su población. No ha sucedido lo mismo en otras como Forges-les-Bains, cuyas autoridades locales han cerrado el centro dejando en la calle a docenas de afganos. Son dos de las caras de la acogida.

Con sus campos de trigo ondeando bajo la brisa, su iglesia con su tejado de pizarra, sus coquetas viviendas y sus agradables bosques, Bonnelles, una localidad de 2.000 habitantes, parece una típica comuna francesa de esas de postal. En setiembre de 2015, este municipio, situado a unos cincuenta kilómetros de París, fue el primero designado por el Gobierno francés para que diese albergue de forma urgente a 78 refugiados sirios e iraquíes. El lugar elegido fue el monasterio de Orantes, un edificio austero. Sí que se advirtió a las autoridades locales sobre la posible llegada de migrantes, «pero lo supimos de un día para otro y nos inquietó bastante, porque precisamente las televisiones transmitían entonces los enfrentamientos entre los refugiados y la Policía en la frontera húngara», recuerda Guy Poupart, alcalde de Bonnelles desde 1995.

Pasado el susto, la localidad no ha dejado de ser un lugar de acogida. El alcalde e Isabelle Maurette, la enérgica directora del centro de refugio de emergencia para migrantes (CHUM, por sus iniciales en francés), han trabajado mucho para que la comunicación con los vecinos sea fluida. Posiblemente eso es lo que faltó en Forges-les-Bains, otro pequeño municipio situado en los alrededores de París, cuyo ayuntamiento decidió cerrar a finales de setiembre pasado el centro de acogida abierto hace dos años y que era gestionado por Emmaüs Solidarité. El resultado: los afganos han tenido que trasladarse a otro centro cercano, en una dinámica difícil de mantener dada la saturación existente.

Cuando en 2016 el Estado francés impuso a las autoridades de Forges-les-Bains que acogieran a 91 afganos, algunos de sus 4.000 habitantes se rebelaron. Un edificio del centro fue incendiado, los vecinos se manifestaron junto a miembros de la extrema derecha, se propagaron rumores malintencionados... «Al principio, la gente decía que éramos terroristas o pensaban que íbamos a vender hachís a los niños», cuenta con tristeza Asif Qaderi, de 23 años. Ahora, pese a que han rehabilitado el centro, creado un huerto y no se hayan registrado problemas, el ayuntamiento ha decidido echarles y, como anuncia la alcaldesa de la ciudad, Marie Lespert Chabrier, las instalaciones se convertirán en un centro de formación dedicado a vehículos antiguos. «Muchos amantes de los vehículos antiguos circulan por nuestra región», alega.

 


Ni ángeles, ni demonios. Por contra, y administrado por Habitat et Humanisme, en estos tres años el CHUM de Bonnelles ha acogido a 550 inmigrantes (solo hombres). Esto no ha alterado el estilo de vida tranquilo de la localidad, según los vecinos con los que hemos hablado. Decenas de estas personas se han involucrado en trabajos de voluntariado, aunque la mayoría de la población tiene una postura neutral respecto a estos migrantes, quienes no tienen la intención de instalarse permanentemente en Bonnelles.

«Jean cher... che des g... ens... ¡oh là là!», exclama con una sonrisa contagiosa Adonay Fishaye (25 años), quien huyó a los 16 años del servicio militar –indefinido y con frecuencia similar a los trabajos forzosos– de Eritrea, uno de los países más represores del mundo. «En francés, al principio, tienes que hacer muchas muecas», le explica Elisabeth Bernard, lo que provoca la risa del solicitante de asilo. Esta antigua maestra, residente en Bonnelles desde hace 28 años, da clases de francés en el centro desde hace dos años. Estamos en una habitación con muebles que no pegan mucho, decorada con mapas de Afganistán y del Cuerno de África. «En Eritrea, ¿hay limones amarillos o verdes?», le pregunta a Adonay, quien se las apaña en inglés, francés y hebreo, después de vagar por Etiopía, Sudán, Israel, Libia, Italia, Alemania y las calles de París. Los cursos son muy importantes para el futuro de estos jóvenes, para su posible integración y también para la convivencia diaria en Bonnelles. Alrededor de noventa hombres de catorce nacionalidades, con una edad media de 27 años, viven actualmente en el centro. Después de un viaje marcado por la violencia y la necesidad extrema, pasan cerca de 148 días aquí. El lugar les supone poder tomar respiro en un entorno donde curarse e iniciar los trámites administrativos. Las condiciones son muy básicas: la mayoría duerme en habitaciones de 8 metros cuadrados –las celdas de los antiguos monjes–, en un edificio que ha vivido tiempos mejores y en una localidad que está aislada. Deben respetar, a su vez, un estricto reglamento interno.

«No demonicemos a los refugiados: son seres humanos que, muchos de ellos, huyeron de su país para salvar sus vidas o que perdieron seres queridos. Pero no hacemos diferencias entre ellos, ni estamos mirando a las musarañas», dice el alcalde. En estos tres años, solo dos residentes han sido expulsados por mal comportamiento durante un incidente en un parking.

Posturas encontradas. «En el pueblo nada ha cambiado», dice Sophie Derouin, gerente de una peluquería. «He recuperado mi inglés con los afganos, quienes me enseñan en sus móviles los cortes de pelo que quieren que les haga». Este clima pacífico no impide que algunas personas crean que el Estado francés ha acogido ya a «suficientes» migrantes. Isabelle Bobinet, peluquera: «Ya tenemos bastantes problemas en casa con las personas sin hogar y el paro juvenil». Patrick Cassert, en su café-bar: «Les cuestan demasiado dinero a Francia». Cerca del campo donde un grupo de migrantes juega un partido, encontramos a Julie Heurtault (20 años). Ella no ve como «competidores» a estos jóvenes: «Si necesitan ayuda, hay que ayudarles», dice.

De vuelta en el CHUM, Isabelle Maurette está trabajando para resolver algunas emergencias: la llegada de unos africanos agotados, la búsqueda de una prótesis de una pierna para un afgano... Enfatiza que «entiende» la decisión, como parte de la armonización de centros, de rebajar desde 2019 el 40% de la subvención asignada al suyo. «Cuando escuchas a los políticos en los medios, no hablan más que del aspecto internacional de la inmigración, pero pocas veces sobre las condiciones de acogida en el terreno», se queja, por contra, el alcalde Poupart. «Ningún cargo político se arriesga a decir que si la acogida va bien, si el camino está bien supervisado, los resultados son positivos».