IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La necesidad de vendernos

Son tiempos curiosos en lo que a la manera de presentarnos y conocernos se refiere. Sin caer en clichés, es un hecho que las tecnologías han creado nuevos escenarios para lo que antes sucedía exclusivamente en persona, como encontrar trabajo, información –más o menos precisa–, actividades de ocio, e incluso pareja, más o menos estable.

Nos llama la atención conocer a alguien relativamente joven que no hace uso de las redes y al mismo tiempo podemos reconocer cierta “obligación” en ello; bien para responder a grupos de mensajería o simplemente leer los mensajes de actualización de las páginas de internet en las que estamos interesados. El agotamiento informático aparece en algún momento y la atención se desparrama y se vuelve superficial, pero algunas tareas humanas parecen más fáciles en lo virtual. Es más fácil “pertenecer” a un grupo que no pide nada a cambio que a uno que nos ofrece cierto grado de incertidumbre o nos exige participación, por lo que nos tomamos las molestias necesarias a cambio de gratuidad y estímulo. Como seres humanos no podemos renunciar a la pertenencia, ya de base. Y no solo eso, tampoco podemos renunciar al estímulo social, a ese evento que nos dice si el otro o la otra nos acepta, le gustamos o, por el contrario, nos ignora y rechaza. Esta es una duda perenne en las relaciones para mucha gente. Las virtuales, las que carecen de presencia física y tono de voz, son terreno abonado la fantasía.

Quedan tantos huecos por llenar en una conversación por mensajes que lo haremos con nuestros propios deseos, lo cual es una ventaja con respecto a la realidad, donde lo que hay no tiene por qué copar mis anhelos. También es mucho más fácil mantener una máscara social en estos lugares virtuales que en la vida real –una máscara que todos usamos, necesaria en la marea humana–.

Sin embargo, llega un punto en el que reaccionar no basta para recibir una cantidad de estímulos suficiente para llenar el depósito del amor propio, y hay que pasar a la acción con nuestra máscara. Es un esfuerzo que tenemos que hacer para obtener unas respuestas satisfactorias, saciantes, en grado cada vez mayor. Al igual que una sustancia a la que desarrollamos tolerancia –para bien y para mal–, los “me gusta” de las redes sociales también la crean, por lo que nos vemos empujados a hacer más, lo cual nos lleva a una creciente inversión en tiempo pero también en pensar qué será lo que impactará en el otro para generar la reacción que necesito, en una “estrategia de venta”.

Si nos salimos del mundo virtual, mantener una máscara social también tiene un coste similar. Pongamos, por ejemplo, que una persona se empeña en presentarse como alguien capaz en cualquier circunstancia, pase lo que pase. Es, en realidad, una máscara social porque ese mensaje pretende generar una reacción en otros, con una fantasía según la cual los demás le admirarán o no le podrán cuestionar fácilmente. Sin embargo, al mismo tiempo, esta persona tiene la necesidad natural de que le acepten por ser quien es, e idealmente, de recibir la admiración sin que haga falta fingir, o de que el cuestionamiento no sea destructivo. ¡Menudo dilema! Esta persona sabe que con la máscara recibe algo de admiración y falta de crítica (lo que necesita), pero una es fruto de la imagen que ha creado: al no ser exactamente lo que necesita sino un sucedáneo, la saciedad de esa necesidad será baja, y tendrá que invertir más y más para ir cubriendo con sucedáneos su necesidad real.

Cuanto más alejada esté la admiración artificial que se ha creado de la admiración natural que necesita, más le costará tener la tranquilidad de alguien a quien quieren y admiran por ser quien es realmente, y el esfuerzo y la tensión crecen. Es como si tratáramos de quitar el hambre masticando chicle: sí, al principio nos calma aparentemente y nos distrae, pero es evidente que lo que necesitamos es otra cosa.