Mikel Soto
La evolución de los sabores

El gusto… ¿es nuestro?

La Navidad es una época de excesos gastronómicos en la que solemos terminar empachados y asqueados con la comida. En estas fechas, no solo comemos hasta empapuzarnos, sino que lo que comemos está tan saturado de sabor que sentimos terminar las fiestas con el gusto totalmente empalagado, si es que tal cosa pudiera ocurrir. Pero, ¿en qué consiste eso que comúnmente llamamos gusto? ¿Es personal o cultural? ¿Lo tenemos todas las personas por igual?

El ser humano lleva siglos intentando comprender el gusto y, mediante él, los gustos, la querencia por unos sabores y el desprecio por otros, su relación con la cultura o la genética, su predisposición social y su posible educación, su importancia personal y su devenir social.

El gusto es personal y colectivo, se estanca o evoluciona y se puede adquirir o perder. Hay distintos trastornos del gusto, como la ageusia, disgeusia o hipogeusia. Como bien saben nuestros fumadores, hay diversas formas de perder el gusto, ya sea por lesión neurológica, por trastornos hormonales o por exposición a ciertos medicamentos. Y, así como Beethoven perdió su audición, podría parecer que la pérdida del gusto es una maldición de cocineros, ya que grandes chefs lo han perdido. Entre los más conocidos, el gigante estadounidense Grant Achatz, por un cáncer en la lengua y, más cerca, en Euskal Herria, el cocinero Josean Alija. En el año 2000, a los dos años de hacerse cargo de la cocina del Guggenheim, sufrió un accidente de moto que lo tuvo en coma 21 días al borde de la muerte; cuando despertó, lo hizo sin gusto ni olfato. «Se me cayeron las lágrimas. Tuve que volver a memorizar todo con cero garantías. Salí cabizbajo, no se lo conté a nadie. Memoricé de nuevo cada sabor y olor de todo lo que comía. Al principio todo era oscuridad, pero fui recuperándolo. Tardé dos años».

Fisiología del gusto. Fue el francés Jean Anthelme Brillat-Savarin quien trató de acercarse de una forma integral al gusto en su libro “La fisiología del gusto” (1825), obra pionera en la historia de la gastronomía publicada pocos meses antes de su muerte. El de Brillat-Savarin es un libro teñido del enciclopedismo propio de su época pero escrito en un estilo liviano y sumamente entretenido. Su Segunda Meditación está dedicada al gusto y afirma en su definición que «el gusto es el sentido que nos pone en relación con los cuerpos sápidos por medio de la sensación que estos causan en el órgano destinado a la apreciación».

Pese a que otro francés, Polycarpe Poncelet en su “Nueva química del gusto y del olfato” (1799) se había dado cuenta antes de la relación entre el olor y el gusto, Brillat-Savarin afirmó: «No solo estoy persuadido de que, sin la participación del olfato no hay gustación completa, sino que estoy tentado de creer que el olfato y el gusto forman un solo sentido, en el que la boca es el laboratorio y la nariz la chimenea; o, para expresarnos con mayor exactitud, una sirve para la gustación de los cuerpos táctiles; y la otra, para la apreciación de los gases».

No iba desencaminado; hoy en día sabemos que las células receptoras del bulbo olfativo se activan por los aromas que vienen en cualquiera de las dos direcciones que pueden: desde afuera, por medio de las fosas nasales (olores ortonasales) y, desde la boca (olores retronasales). Percibimos los olores retronasales en la nariz, a pesar de que nos parece que los apreciamos en la boca como sabores, así, inconscientemente atribuimos aromas retronasales al gusto y al sabor en vez de al olfato.

Hay una forma sencilla de probar esto: cerrar con los dedos la nariz cuando comemos. Probad a meter el alimento más sápido que se os ocurra en la boca, pimienta, chocolate, limón o cualquier otro con la nariz tapada; comprobaréis que interrumpiendo la circulación del aire, las moléculas del olor son bloqueadas y se corta la percepción del sabor. Parece increíble pero es imposible percibir el sabor de lo que tenéis en la boca.

El gusto es mío. Dejando de lado a las personas fumadoras y a las medicadas, es una creencia común que hay personas con un sentido del gusto más desarrollado que otras. En tiempos en los que la frenología creía ser capaz de decirnos el carácter y los rasgos de nuestra personalidad, así como de determinar las tendencias criminales basándose en la forma del cráneo y la disposición de las facciones, no es de extrañar que nuestro apreciado gastrónomo Brillat-Savarin afirmara que «si hay individuos que, evidentemente, han venido al mundo para ver mal, andar mal y oír mal, porque son miopes, cojos o sordos, ¿por qué no ha de haber otros que estén predispuestos a experimentar especialmente ciertas clases de sensaciones?». Así pues, en su opinión, «los predestinados a la gourmandise [gourmets], en general, son de estatura mediana; tienen la faz redonda o cuadrada, los ojos brillantes, la frente pequeña, la nariz corta, los labios carnosos y el mentón redondeado. Las mujeres son robustas, más lindas que hermosas y con alguna tendencia a la obesidad».

Pese a que, evidentemente, Brillat-Savarin estaba equivocado de medio a medio, con los años, la comunidad científica pudo confirmar que sí hay personas con un sentido del gusto mayor que otras y, para no variar, lo hizo por accidente. Como dice en la serie “The Big Bang Theory” el personaje de Amy Farrah Fowler: “En neurología siempre encontramos cosas en una parte del cerebro cuando creíamos que estaba en otra” (T7xE6).

Supergustadores. En 1931, en el laboratorio de la empresa Dupont, Arthur Fox tuvo un accidente mientras manipulaba una sustancia en polvo llamada feniltiocarbamida (PTC) y la esparció por el aire del laboratorio para fastidio general. Pero, mientras la mayoría de químicos solo percibió el polvo, su compañero el doctor Noller mostró su desagrado por el insoportable amargor del PTC, mostrando por la vía de los hechos que, como mínimo, había dos tipos de personas en lo tocante a esta aptitud. Esta marcada diferencia entre individuos animó los estudios sobre la capacidad de reconocimiento del PTC hasta que, en 1991, la comunidad científica acuñó el término supergustadores para referirse a las personas que aprecian la concentración del PTC o, de su hermano menos tóxico, el 6-n-propiltiouracilo (PROP). Por ofrecer algunos datos, digamos que, en la población estadounidense, hay un 25% de supergustadores, un 50% de gustadores intermedios y un 25% de gustadores nulos y que las proporciones varían según otros factores: hay un mayor número de supergustadores entre las mujeres y entre las personas originarias de Asia, África y América del Sur.

El conocimiento de la diversa capacidad humana para detectar sabores ha desencadenado todo tipo de hipótesis con implicaciones profundas. Sin minusvalorar la importancia de los factores culturales o educacionales, ha puesto sobre la mesa que existe una relación entre nuestras características fisiológicas y nuestras preferencias gastronómicas. Aunque todavía falte mucho por estudiar, esta cadena de descubrimientos a cambiado la forma que tenemos de entender los hábitos alimentarios y, dado que la dieta está directamente relacionada con factores de riesgo en diversas enfermedades, tiene una gran importancia investigar todas las posibilidades.

Evidentemente, esto no quiere decir que si nuestro hija o hijo no come verdura ni que lo maten haya que pensar que está predeterminado genéticamente a que no le guste la verdura, pero sí que hay que empezar a contemplar la posibilidad de que su rechazo esté marcado por sus características fisiológicas a la hora de percibir los sabores, siempre, claro, sin dejar que se escaquee de no llevar por ello una alimentación variada y saludable.