Y nació la vergüenza

Nacemos en una relación y, desde el primer momento, esa relación primera nos devuelve una mirada, imprescindible por otro lado, y que incorporamos a nosotros, a nosotras sin opción de matizarla o rechazarla en una edad tan temprana. Nuestro cerebrito todavía está sin formar, sin terminar de madurar, por lo que tomamos ‘prestado’ el cerebro adulto de quien está a nuestro cargo para sobrevivir y formar nuestra identidad. Lo que entra por esa tubería durante esos años, hasta cierto punto, entra sin filtro.
Cuando la relación está en sintonía con las necesidades del bebé y, luego, de la niña, dicha mirada se incorpora como una guía o un apoyo que fortalece la personalidad, y que se puede contradecir si es necesario, sin miedo a que eso destruya el vínculo. Si dicha relación, en cambio, está en desintonía, si es negligente, abusiva, o desinteresada, también esa mirada se incorpora a una misma, a uno mismo, pero con efectos muy distintos. Entonces, contradecirla ya no es tan fácil, ni mucho menos hacer coherentes internamente las incongruencias. Es decir, lo difícil que es aunar por dentro lo mal que sienta un grito constante, por ejemplo, con la necesidad de ser cuidados por esa misma persona. Desagrado y necesidad de apego son dos sensaciones poderosas en el cuerpo del niño o de la niña, y que piden acciones contradictorias. Una, alejarse; la otra, acercarse. Y nace un dilema difícil de resolver.
Para hacerlo, los niños, las niñas, hacen entonces algo ingenioso: se inventan una voz que usan en su cabeza, como si se pusieran un antídoto propio, con una lógica impecable -para esa edad-: «si me digo estas cosas a mí mismo, a mí misma, mamá o papá no me lo tendrán que decir, haré lo que ellos quieren antes de que me lo pidan». Así se matan dos pájaros de un tiro: por un lado, la autocensura evita el fallo, que a su vez desencadena en algo doloroso, y, por otro, haciéndose a sí mismos responsables, eximen de cualquier culpa a la misma figura de la que necesitan el cuidado. En una suerte de «la culpa es mía por no saber hacerlo, no de mi madre o mi padre por no medir sus reacciones, por ese insensible, por no entenderme, etc.». El problema está en sí, lo malo está en sí, así que, si pueden evitar mostrarlo, si se machacan lo suficiente como para que eso malo no salga, quizá puedan arreglar las cosas.
Unas veces esa vocecilla se parece a la que han escuchado; otras veces, esa vocecilla interna es una invención propia, con las mismas intenciones. Sea como fuere, los niños aprenden a sentirse avergonzados en lugar de pedir responsabilidades, simplemente porque esto último no se lo pueden permitir.
En casos cotidianos, esas vocecillas no son excesivamente hirientes, si tampoco lo fueron las desintonías en la infancia; en otros, esa vergüenza puede mermar el mayor de los orgullos. La vergüenza, entonces, ayudó a sobrevivir a un dilema, uno que ojalá hoy dejara de estar vigente.




