HERMANN BELLINGHAUSEN
IRITZIA

De vida o muerte

Una noche con los astros de la sierra al norte de mí mismo. Un firmamento sin ciudad (las ciudades existen desde Uruk, hace cinco mil setecientos años), ni árboles, ni montañas, ni nubes, ni luna, ni techo, desnudo como bebé que nace, como hombre y mujer abrazados a la cama en un continuo morir viniendo. Orión salió a gritos, su cinturón listo para los latigazos. La Osa arrebató la miel a la rama dorada del espacio. La Estrella Polar, a carcajada y carcajada, era idéntica a sí misma. Me pareció reconocer ciertas fuentes por su nombre: Tívoli, Montjuic, dos o tres del Amazonas, la fuente de la eterna juventud y la fuente originaria de todas las desgracias.

El cielo abierto hasta la exageración se me doblaba encima como carrizo al viento, la ebullición de la Vía Lechosa, lienzo de urdimbre lejana. Noche de perfumes. Sus racimos de luz, desobedientes, navegaban el vacío sin pasado ni futuro. Los puntos, suspensivos. Los ojos muy abiertos, como en el dolor de parto.

Venían en procesión las luminarias y les supliqué –de rodillas me parece– que no se detuvieran. Es bueno pedir, desear, mendigar lo que sucederá de cualquier manera. Así, siempre hay y habrá, y no estaré incompleto cuando los perros del hambre me desmiembren y rieguen las partes en distintas direcciones, y este cielo permanezca indiferente.

Hervían ellas, las estrellas. Unas bajo nombre clásico, astrofísico o burlesco. Otras las identificaba una cifra aleatoria. Las más pequeñas ni eso: polvo en el telescopio que no tenía aunque me hiciera el tuerto. Bajo ese cielo formidable, el viento transparente tembló de frío, rugía sobre campos que albergaron gigantes y conejos y hoy, piedra sobre piedra, forman una red de agujeros.

Pero el cielo, ah, el cielo. Inquieto río ávido de mares, boca de lobo, fondo sin fin sobre barriles roncos. Retablo de maravillas diminutas a merced de una distancia atroz, sin muros, ni puertas, ni patios. ¿Era un delirio? ¿Andaba ebrio? ¿Acaso completo? Sentí los ojos llenos, parecidos como dos gotas de agua al infinito de los muertos.

* * *

En los hospitales como en las azucenas. Me cansé de estropear los cuartos y los medios. Necesité rayos de luz y un millón de gotas de agua para apagar el incendio. Si por ganas fuera. Si los deseos caminaran como cuerpos entre los cuerpos, casi hasta creería en la existencia del alma sin mucho esfuerzo. Va siendo hora de decir solo lo mínimo, lo indispensablemente comprendido, lo que no desquicie la intensidad de los humanos tormentos.

Estudié para curar, aprendí meticulosamente, hurgué en los tratados y los diccionarios de arterias y de nervios, supe que Falopio no es Eustaquio, que la vida no es como la muerte y que nada tiene remedio. Me fui de lado, me escurrí por los entresijos de las planchas frías en las morgues, los rincones de las salas de cirugía, las de parto, las de espera. No supe qué decir a los desesperados, sus razones eran más fuertes que las mías. Por más abluciones y remedios que dictara, los enfermos aunque sanaran volvían. Mujeres muy usadas por sus maridos se abrían de piernas, resignadas. Llorando sangraban, o se venían, aliviadas más que avergonzadas y sonreían, y lo que yo dijera no importaba.

Nunca soporté ver morir un niño, ni entendí las razones de la demencia o las trampas de climaterio. Para atender individuos me adentré en los libros y los muertos. Preferí a los vivos, las vivas, pero la paciencia me desertaba allí donde les dolía me dolía, allí me abandonaban la paz y la ternura, no había inyección que calmara eso. Ni palabra. Ni ungüento. Salía corriendo pero regresaba al otro día y al siguiente hasta el fin del turno, cautivo de la responsabilidad y la ignorancia que a veces atenuara el suero de la tarde, cuando resucité algunos clínicamente muertos. Y juro que en una sola noche recibí cinco niños resbalosos, sanguinolentos, y logré hacerlos llorar milagrosamente.

Son tan rojas las tristezas de los pobres que con una píldora o una gasa en alcohol uno se gana agradecimientos duraderos, besos en la mano, lágrimas de gozo esparcidas a los cuatro vientos, y no faltó señora que volviera un día de estos con una gallina y varios huevos todavía tibios.

Pero la vida no tiene remedio y todos, uno por uno, incomprendidos y sin amor del bueno, entre las torundas y los algodones siguieron muriendo. Lo que no me respondió Hipócrates lo pregunté a un señor no mal parecido ni viejo que dijo llamarse Vallejo. Con una mueca respondió, hermanito, lo que tú no sabes yo lo entiendo y créeme, nada, nada, te salva de no haber reanimado la ironía anhelante de los cuerpos que ante ti yacían quietos. Y su cadáver, siendo el mío, siguió muriendo.