Amaia Ereñaga
SALTAR AL MUNDO EN PUNTAS

SALTAR AL MUNDO EN PUNTAS

Pas de basque, Grand pas de basque o Saut de basque son algunos de los movimientos de nuestras danzas tradicionales asimilados y perfeccionados por el ballet clásico. Entonces, por esto y por los excelentes bailarines que han salido de aquí, ¿se podría reivindicar a la danza clásica como parte de nuestro bagaje cultural? Evidentemente… pero, y siempre hay un pero, habría que arrogarle el mérito al trabajo realizado casi en solitario durante décadas por bailarines, profesores, grupos de danza e incluso familias. Porque aquí las instituciones no es que hayan tenido un papel estelar que digamos, más bien han ido de secundarios, un poco al rebufo y con pasos vacilantes. Un ejemplo lo tenemos en Dantzerti, el centro que por fin impartirá la titulación de Enseñanzas Artísticas Superiores en Arte Dramático y Danza a partir del curso 2015-2016 en el bilbaino conservatorio Juan Crisóstomo Arriaga… Y decimos por fin porque esta es una vieja reivindicación del sector. Llega tras varios cambios de ubicación (que si la Alhóndiga, la sede de EITB…) y varias fechas de apertura aplazadas, la primera de ellas en el 2007.

Mantiene Mentxu Medel, de cuya academia han salido bailarines como la zumaiarra Lucía Lacarra, la actual figura principal del Ballet de la Ópera de Bavaria, que la danza siempre ha sido la niña pequeña de las artes. Igor Yebra, otra estrella todavía en activo, no tiene pelos en la lengua y agrega que «en la danza, y especialmente el sector de donde yo vengo, teníamos un sambenito detrás, que era que las mujeres eran casi prostitutas o mujeres de mal ver y los hombres, todos homosexuales». Las cosas han cambiado, evidentemente, aunque no tanto como debieran. Que conste que conocer de primera mano cómo está la enseñanza de la danza entre nosotros rompe esquemas, al menos a quien escribe esto. Los chavales que quieran dedicarse a ello deben de tener muy clara su vocación, dedicarle muchísimas horas y ser fuertes, tanto mental como físicamente, para enfrentarse a una carrera en la que tienen que sortear obstáculos como el machismo –los chicos adolescentes siguen sin tenerlo fácil– y el fantasma del fracaso.

Porque la danza es tan hermosa como exigente y cruel… ¿pero no es así la vida? Y, una última pregunta, ¿por qué no se la cuida más desde la base? Mentxu Medel de nuevo: «Está muy bien lo de la cocina vasca, el fútbol… yo los apoyo, pero me parece que tiene que haber para todo. Pero el arte es lo que trasciende a las generaciones venideras y ¿dónde está? Con las clases de danza no solo se crean bailarines, sino también espectadores, gente que sabe y a la que no le dan gato por liebre. Lo importante es crear base, crear escuela».

Pasen y vean. No están todos los que son, evidentemente, pero sí puede servir como retrato de un gran movimiento que, encerrado en estudios, academias, aulas alquiladas de colegios o escuelas «recuperadas», trabaja sin descanso, repite hasta que sale perfecto y luego se lanza al mundo. El 29 es su día mundial, por cierto.

Conservatorio Municipal de Danza José Uruñuela

La tribulaciones de la única escuela oficial

Fundado en 1987 por iniciativa del alcalde de Gasteiz José Ángel Cuerda y del concejal de cultura Jesús Ibáñez de Matauco, el Conservatorio Municipal de Danza José Uruñuela es el único centro de Euskal Herria en ofrecer titulación oficial para las enseñanzas de danza, aunque, curiosamente, todavía siga siendo de titularidad municipal. El Gobierno de Lakua se ha revolcado como gato panza arriba todos estos años, pero parece que finalmente va a tener que asumirlo ante una proposición no de ley de EH Bildu suscrita por todos los partidos que insta a Educación a que lo integre en la red pública. Tienen un año para que pase a ser responsabilidad del Gobierno autónomo y, de esta manera, se asegurará su continuidad, a la vez que se reconoce la labor realizada. Así lo espera al menos su directora, Carmen Tercero, una incombustible que está en el conservatorio desde sus inicios. «Yo he puesto hasta los ceniceros», dice con humor en su despacho, que sigue teniendo ese aire tan de colegio público. Lo era, de hecho. Se le dio una mano de pintura sobre ese gotelé tan de nuestra infancia… y poco más, mientras que lo que era la zona deportiva se remodeló para convertirla en zona de ensayos. Carmen es una vizcaina que empezó en los Ballets Olaeta –«voy a hacer 60 años el mes que viene, con lo que en mi época no había más: o el Olaeta o Pilarín Muñoz»– y que dejó sus escuelas de danza de Portugalete y Areeta por un proyecto ilusionante. Dicho y hecho: sacó la oposición y se trajo a la familia a Gasteiz.

«Desde el principio, la idea era que el centro pasara al Gobierno Vasco, pero este no lo ha querido nunca, ni tampoco quería implantar el centro superior de danza. Delante de la danza siempre había algo: el euskara, la música o lo que fuera, siempre había alguien por delante nuestro». Carmen reconoce que «he estado muy enfada, pero ahora estamos más tranquilos». Enfadada por la negativa del Gobierno a acogerlos –«el ayuntamiento lleva 28 años haciéndose cargo; si la ley de competencias se pone en marcha, el ayuntamiento puede decir que ya no le compete»–, mientras se mantiene a la expectativa de la apertura del centro superior en Bilbo. Aunque, surge la pregunta, ¿por qué irse a Bilbo a hacer las enseñanzas superiores, si las elementales y profesionales ya se imparten en Gasteiz? Cosas de la territorialidad suponemos.

Carmen Tercero reconoce que todo se le está haciendo muy largo: para conseguir algo, se necesitan décadas de pelea. De sus 172 alumnos, algunos (los niños de 5-6 años) están en los cursos de contacto, los de 7 años en pre-danza y a partir de los 8 empiezan con las enseñanzas elementales. Entre los 12 y los 18 años ya pasan a lo que son las enseñanzas profesionales. Los alumnos que encontramos ensayando en una sala son de esos cursos. Un solo chico, de Gasteiz, y el resto chicas procedentes de Nafarroa la mayoría, encauzadas hacia el conservatorio por los profesores de las academias donde se iniciaron. «La función de las academias privadas no es sacar profesionales, no debe de ser su objetivo, sino que todos esos niños que van a aprender se emocionen con la danza, se motiven y se eduquen en la danza de alguna manera», explica Carmen. Quienes valgan pueden tirar para adelante, pero «esto es una pirámide: empieza mucha gente, pero no todo el mundo llega».

Primero, tienes que valer; segundo, debes de ser tan disciplinado en tu adolescencia como para dedicarle a la danza la mañana (desde las 8.30 a las 14.00 o 15.00) y hacer el bachiller nocturno por la tarde. Faltan bailarines masculinos, que solamente constituyen el 10% del alumnado. «Hay chicos con condiciones para bailar, pero algunos se quedan en el camino porque no soportan la presión. Pero no es la presión del conservatorio, porque aquí estamos acostumbrados a todo, sino en los institutos. Creo que debemos empezar a educar en casa en este sentido y seguir en el colegio, porque no hemos avanzado nada. Hay gente que está muy orgullosa, pero otros lo pasan realmente mal. Cuando pasan los 14 o 15 años ya les da igual y no hacen caso a nadie, pero si salen antes de esa edad, no los recuperas».

De los que han seguido con la danza, los hay que están dando satisfacciones, como Ainara Iturrioz, quien ha entrado en el Ballet de Stuttgart tras pasar dos años becada, o Jorge Moro, en la escuela superior de Frankfurt. «Son cuatro años y en el último se hacen prácticas. A él, en tercero le han cogido para hacer prácticas en el Wiesbaden… pero si no consigues prácticas en una compañía no te dan la titulación y ya te puedes ir a casa».

Igor Yebra

Un bailarín y maestro en activo sin pelos en la lengua

La escuela de danza y coreografía de Igor Yebra está en San Ignacio, en una de las calles de ese nuevo Bilbo tan activo. Allí nos espera Igor, quien compagina su carrera –es bailarín estrella del Ballet de la Ópera Nacional Burdeos desde 2006 y primer bailarín invitado de la Ópera de Roma desde 2002– con la escuela de danza y coreografía que abrió en su ciudad natal hace casi una década. Resumir su carrera es complicado, y más si a sus 40 años todavía se plantea continuar en activo, porque quizás ahora no esté en su momento físico culmen, pero sí en el creativo. Quería dejarlo el año que viene, pero el director del Ballet de la Ópera de Burdeos le pidió que continuara al menos dos años más. «La crueldad de la danza es que necesitas tener un cuerpo tonificado, pero para cuando tú empiezas a estar preparado para dar esas emociones es cuando te tienes que quitar de en medio. Nuestra profesión es dura, pero no la cambio por nada», explica.

Es imposible resumir su carrera, aunque ahí van unos apuntes: con un repertorio impresionante como papel principal, ha sido primer bailarín invitado en –las hemos contado– al menos unas 17 compañías, como el Australian Ballet, el Ballet Nacional de Cuba o el Scottish Ballet, numerosos coreógrafos han creado papeles para él y él mismo ha creado coreografías, es miembro del comité internacional de la Unesco para la danza, Ilustre de la Villa de Bilbao… «Por mi trayectoria verás que no soy de los que está llorando ni pidiendo. Yo salí de aquí con 13 años, nadie me dio nada. Me busqué la vida y sigo de la misma manera», afirma a modo de declaración de intenciones.

En la prensa utilizamos mucho lo de la «importante cantera de bailarines vascos»… pero Igor Yebra ahí se rebela, aquí no hay cantera: «Que haya una Lucía Lacarra, una Itziar Mendizabal y muchos otros nombres es gracias a los esfuerzos realizados por personas individuales, a las que habría que hacerles un monumento». Un ejemplo, la negativa del Gobierno de Gasteiz a apoyarle en sus inicios. «Les dijeron a mis padres: ¿qué se han pensado, que tienen aquí una maravilla? Y me tuve que ir a Madrid, con una mano delante y otra detrás. Mis padres separados, mi madre con dos niños. Lo grave no es que no me ayudaran, sino la respuesta que me dieron».

Esa especial forma de hacer a salto de mata, de gasto de dinero público sin una política cultural de fondo se ve que le enerva –«se construyen puentes y teatros, y luego pasa que nos pasa factura y un dineral, y no tenemos con qué llenarlos»–. De hecho, ante la pregunta de ¿qué habría que hacer para apoyar a su sector? se revuelve. Eso «es como ir a un negocio privado a pedirle ideas», aunque, agrega, «para tener público para un centro superior hace falta primero que exista el inferior; como para crear una gran universidad hace falta que tengamos escuelas».

Hay que reconocer que es difícil sintetizar una entrevista con Igor Yebra, porque no se anda con tonterías… y da muchísimos titulares: el Joven Ballet de Euskadi causó mucho daño porque, hace un símil, «quisieron crear un equipo que jugara en Primera, de hecho iba a jugar en la Champion, pero estaba en manos de gente que, a lo máximo, había jugado en Segunda Preferente»; otro titular: «crisis ¿qué crisis? Yo he vivido en crisis toda mi puñetera vida y el ballet clásico es una continua crisis: nosotros somos ese parásito que tiene que sobrevivir»; y uno más para acabar, demoledor: «seguimos con los sambenitos y las leches de que, si un niño quiere ser bailarín y no futbolista, el niño es entonces, con perdón, maricón. Y punto. Todo lo demás es ser generoso y seguimos con esa puñetera mentalidad. Cuando hago entrevistas en Francia, Italia o Rusia, nunca me hacen este tipo de pregunta; es más, digo que soy bailarín y la gente me mira con orgullo y respeto. Pero aquí no miran con orgullo y respeto al Igor bailarín, sino a Igor Yebra, que ha conseguido equis cosas. Si yo no fuera Igor Yebra, sino simplemente un bailarín, no me mirarían con tanto respeto. ‘¿Haces ballet? ¿Y te ganas la vida así?’ Cuando estoy fuera ocurre lo contrario: te dicen ‘¡qué profesión, qué sacrificio!’».

La verdad es que entre sus alumnos llama la atención una presencia masculina importante. «Que la figura del director sea masculina, que se sepa que es un hombre que ha estado casado con una mujer… eso ha ayudado, pero hay un momento en el que los niños cumplen 12 años, una edad en la que empiezan a tener una madurez, y en el colegio les empiezan a masacrar porque hacen ballet. Pero no es culpa de los niños, sino de los padres y de la sociedad».

La música de piano se escucha de fondo, mientras en la clase de al lado los alumnos de su escuela repiten sin descanso. Igor Yebra enseña como aprendió, con exigencia. Tal vez porque empezó tarde y tuvo que acortar etapas con rapidez. «Desde que me marché de aquí tuve claro que abriría una escuela para que los niños no pasaran mi mismo camino. Y yo sí que estoy creando cantera –enfatiza–, porque tengo una escuela que empieza desde cero y que está obteniendo resultados».

Ballets Olaeta

Un legado que rejuvenece con el tiempo

Yo creo que Víctor Olaeta empezó demasiado pronto. En los años 50 le ponían de vuelta y media, en los 60 le ponían verde, otro tanto en los 70, los 80 y los 90 y ahora, de repente, lo hacen los guipuzcoanos, con perdón, y es lo más de lo más». Estamos sentados en círculo en el suelo, a la espera de que los mayores de los Ballets Olaeta empiecen los ensayos del nuevo espectáculo que estrenarán en el Teatro Arriaga a principios de noviembre y el comentario «malévolo» le sale desde dentro a Miren Tejero, una guía del Museo Vasco de Bilbo que es bailarina y profesora en los Ballets Olaeta. Lo que ahora es «lo más de lo más» es la fusión de la euskal dantza con la danza clásica, algo en lo que fueron pioneros los Ballets Olaeta, fundados a la vuelta del exilio por Víctor Olaeta (1922-2007), el coreógrafo que modernizó y paseó nuestra danza tradicional por el mundo. Hijo del histórico músico y coreógrafo Segundo Olaeta, cofundador también de los Ballets junto a su otra hija Lourdes –otras dos hermanas, Lide y Miren Tere, también colaboraron en la compañía–, Víctor es sin duda una de las grandes figuras de nuestra cultura, un creador vitalista que ha dejado un legado constituido no solo por sus coreografías, sino por una compañía y una escuela que, desde el amateurismo, continúa creando bailarines. Actualmente son un centenar. ¿Y que no se dediquen profesionalmente a ello importa acaso?

Las tardes de los martes y jueves, durante varias horas, las aulas que les alquila el bilbaino Colegio Escolapios se convierten en la sede del ballet. Entre los más pequeños se ve hasta alguna camiseta del Athletic, destacando entre un mar de mallas negras. Repiten y repiten, y sorprende constatar lo rápido que aprenden los pasos de “Itzulera”, el espectáculo con texto de Kirmen Uribe, música de Juan Carlos Pérez y coreografía de Asier Zabaleta, un montaje con el que por primera vez la compañía se mete también en los mares de la danza contemporánea. El hilo conductor son los últimos días de vida del escritor de Elantxobe Andima Ibiñagabeitia (1906-1967), quien, desde su exilio en Caracas, sueña que regresa por fin a su tierra, lo que les permite hacer un recorrido por lugares y bailes de Bizkaia.

Ibiñagabeitia lo interpretará el actor Mikel Martinez; la música, también será en directo. Porque los de Olaeta suelen ser espectáculo completos… y caros para lo que cobran por las clases –115 euros el trimestre–. Por eso, «solemos andar ‘sangrando’ por todos lados o incluso hemos tenido que poner de nuestro propio bolsillo», explica con humor Mari Carmen Muñoz, profesora en Escolapios y uno de los miembros de la compañía que «heredó» el legado de los Olaeta y lo mantiene vivo. «Yo soy de la generación de la hermana pequeña de Jone (Goirizelaia, la abogada) y normalmente me ha tocado ser la pareja de su hermano Iñaki (actual rector de la UPV)», explica. «Cuando se murió Víctor, yo tenía 48 años y llevaba 45 en el ballet. Estaba en activo, dando clase y bailando. Y me dije ‘¡mira lo que tengo con este señor, que llevo 45 años con él!’. Al final se convierte en parte de tu familia; por eso la relación que hemos tenido con los Olaeta ha sido brutal».

Los Ballets Olaeta eran un oasis de nuestra cultura en los difíciles tiempos del franquismo. Allí se daban las clases en euskara, como sigue haciendo ahora Jone Goirizelaia –«era el lugar donde llevaban a sus hijos los abertzales»–, para quien calzarse las zapatillas tras los juicios y evadirse de la dura realidad del exterior suponía desconectar, «meterse en otro mundo». Son tan fieles que, como a sus compañeras, cuando se le pregunta si alguna vez ha dejado la danza, responde que «solo durante los embarazos». Bailar es una forma de entender a otros, explica, «de crear uniones con los de tu alrededor». Los mayores se colocan para su ensayo y, entre los jóvenes, destaca lo bien que baila un bailarín más veterano. Es Mikel González Pujana, antigua pareja de baile de Jone Goirizelaia.

Mentxu Medel

Tres décadas exportando talentos

No me tires de la lengua!: ¿Cuántas veces hemos dicho que exportamos talento? ¿Que no nos quedamos con nada?». Estamos en la escuela de danza Thalia, del barrio donostiarra de Gros, encerradas en el vestuario de los chicos, convertido en una improvisada sala para entrevistas. Entre ropa, mochilas y un cierto «aroma a hombre», intento buscar mentalmente un concepto que defina a Mentxu Medel, una menuda y dinámica mujer con aspecto juvenil… y me surge «entusiasta». Mentxu quería ser bailarina, y lo fue de hecho profesionalmente tres años en un grupo de danza contemporánea, pionero en su época. Aprendió a bailar en el desaparecido conservatorio municipal donostiarra, donde daban clase Peter Brown y Ángela Sarasua, y a los 19 años, y con siete de carrera a sus espaldas, se encontró con que no le convalidaban el título. «Me tuve que poner a bailar con los niños que empezaban a saltar en sexta posición, pero en tres cursos me hice la carrera, por mi cuenta todo, en la Real Escuela de Arte Dramático y Danza de Madrid». A partir de ahí comenzó una larga carrera dedicada a la enseñanza, en la que participó en «experimentos» como en el que le embarcó a finales de los años 70 el pintor Rafael Ruiz Balerdi con los niños de tres escuelas públicas de Andoain, Lasarte y Herrera –enseñaban pintura, danza y música, con Francisco Palacios, a los chavales de barrios humildes; todo un lujo–, hasta que en 1981 montó la escuela de danza Thalia, en un Donostia en el que no había más que un par de escuelas, aunque afortunadamente la cosa ha cambiado.

«A lo largo de todos estos años siempre hay alumnos que son brillantes. Hay un buen material en Euskal Herria, te lo digo de corazón. Aquí hay años que salen dos o incluso tres», apostilla. Al hacer una búsqueda en la red, una descubre que su nombre está relacionado con los inicios de un número importante de bailarines actualmente en activo, como Lucía Lacarra, Hodei Iriarte –actual solista del Prague Chamber Ballet–, Jon Vallejo, Aitor Arrieta… «Aitor era dantzari, pero en dos o tres años cogió técnica y le mandamos a Madrid. Hizo la carrera y entró en cuarto; sexto ni lo terminó, porque le cogieron en el Ballet Nacional». Las chicas lo tienen más difícil, porque hay muchísima competencia, y si un chico es bueno, es más probable que su carrera se dispare. En eso, al menos, salen ganando. «Me ha pasado con varios alumnos que están bailando por ahí y que eran de euskal dantza. A Jon Agirretxe le pegaban en el colegio si decía que venía a ballet clásico. Le admitían cuando hacía dantza, pero el tema de venir al clásico… ¡Qué fuerte! Aunque tenga o no tenga alumnos gay, a mí me da igual… para mí la danza no tiene sexo».

¿Y qué es lo que le llama la atención de un alumno? «Normalmente en la primera clase ya veo que tiene algo dentro, es chispa que no se puede explicar pero que la notas: que está a lo que está, que disfruta, que no sabe moverse pero que llega hasta el final de los movimientos, que está atento a la música… Es un compendio de varias cosas. A veces tiene una buena elevación, un empeine bonito… pero te preguntas: ¿y ya tendrá cabeza? Tienen que coincidir: cabeza, unas condiciones físicas y esa chispita».

En estas tres décadas largas de dedicarse a la enseñanza, Mentxu Medel ha visto cómo se reducían las ayudas públicas –«estamos contentísimos porque Diputación nos siga ayudando, porque es muy duro para la gente con un hijo de 15 años pagarle todo»–, cómo la danza salía a la calle con asociaciones como la guipuzcoana –«en alguna ocasión me han dicho ‘yo te doy dinero, y tú lo montas’. Y yo les digo: ‘no vengo a pedir dinero para mí, lo que quiero es que montéis un conservatorio’»– y cómo algunos de sus alumnos cumplían sus objetivos y otros no. «Es una profesión frustrante y te puede hacer una persona infeliz, y hay que decirlo, porque en la enseñanza también hay muchas descalificaciones. A los chavales hay que formarles de forma que, cuando salgan fuera, lleven, como digo yo, un impermeable… y aun y todo tienen sus bajones». No es de extrañar; la opción es, con solo 15 años y todavía muy niños, marcharse a estudiar fuera. Mentxu Medel suele mandar a sus alumnos a centros como el Real Conservatorio de Música y Danza de Madrid o al Instituto de Teatro de Barcelona. «Yo lo que intento es que salgan chavales sanos, que les siga gustando seguir bailando cuando terminen la carrera y que no estén frustrados», aclara.

¿Y qué supone la danza para ella? «A mí la danza me ha dado disciplina, sensibilidad, pero sobre todo expresión de mi ser interno. Desde pequeña lo tenía muy claro: para mí el momento del baile era sagrado. Me quitaba el uniforme y me ponía mi piel. Toda mi infancia ha sido mi expresión, mi desfogue. La danza te da un conocimiento muy real de tu cuerpo, te haces muy perceptivo con tu cuerpo y con el de los demás. Cuando entras en clase ves quién está bien, quién de bajón… y lo ves a través del movimiento, porque la danza es lenguaje. Y tú estás viendo ese ser interno a través del físico».

El coqueto palacete Villa Banuelos donde está ubicado se le ha hecho pequeño a la escuela de ballet Gillet Lipszyc de Biarritz, a la espera de que se trasladen el próximo mes de setiembre a las amplias y modernas instalaciones que el ayuntamiento de la ciudad labortana les ha acondicionado en la zona de Kleber. Seguramente a Véronique Lipszyc le será difícil marcharse de aquí, aunque no parece mirar atrás con nostalgia cuando narra cómo hace treinta años unió fuerzas con Cyril Griset y juntaron a sus alumnos y sus academias de Baiona y Angelu. Desde aquella época, las cosas han cambiado mucho, sobre todo en un Biarritz que ha devenido en una ciudad enfocada a lo cultural y, principalmente, en una especie de factoría de ballet. Con el Malandain Ballet de Biarritz como centro, alrededor pivota el festival de danza Maitaldia/Les Temps d’Aimer y esta escuela, que trabaja en colaboración con la compañía, aunque tiene también acuerdos de partenariado con el Ballet de San Petesburgo –les surten de bailarines jóvenes en sus giras francesas– y la Ópera de Helsinki.

Pese a que es una iniciativa privada, la escuela y el centro de formación de la danza mueven a nada menos que 250 alumnos; los profesores son siete, entre los que llama la atención el alto número de hombres. Todos ellos tienen carreras a su espaldas e incluso hay ex alumnos que han vuelto a sus orígenes, como Amandine Griset-Mano, ex bailarina del Víctor Ullate y el italiano Aterballetto. Se lo toman en serio, tanto para las fotos –el control de la imagen es importante en esta profesión– como a la hora hablar de su trabajo, lo que no impide que el ambiente que se palpa sea de lo más acogedor. Da ganas de sentarse a tomar un café viendo las clases.

«A los pequeños se les hace un examen morfológico; es decir, se les miran las piernas, los pies, la espalda… empezamos con los de 5 años, que vienen una vez por semana; a partir de los 7 vienen dos veces, luego depende de si están dotados o quieren hacer más horas, es variable. Hay alumnos de Baiona, Biarritz, Anglet… alguno de Irun también, de Las Landas. Tengo padres que hacen casi 80 km para traer a sus hijos a clase», explica Véronique.

«Esta es una carrera muy dura, y hay que estar realmente enganchado. No necesitas únicamente estar dotado, sino tener una gran fuerza mental», agrega la directora entre foto y foto. Estos días la escuela está especialmente vacía, porque los mayores –hay veinte alumnos en el centro de formación del que se encarga Carole Philipp, ex bailarina del Malandain Ballet– están la mayoría de audiciones. ¿Pero aquí les preparan para obtener la titulación? «Abrimos el centro de formación hace cinco años, porque, como en la escuela había tan buen nivel, notábamos que faltaba algo: a partir de los 15-16 años tenían que marcharse a los escasos centro de formación de Francia. Los que funcionan son el de Marsella y el conservatorio superior de París. Hay muy pocos. Por eso era importante crear el centro, porque se les apoya y prepara para lanzarse a la aventura profesional». La preparación es intensa a tenor de lo que dicen: clases todo el día, paralelas a sus estudios académicos en dos liceos concertados –uno justo al lado del palacete, otro en Baiona–, también los sábados por la mañana. «La crisis es general en todo el mundo. Conocemos a bailarines que no pueden bailar, porque o las compañías no tienen dinero o hacen contratos muy cortos. Resulta difícil para nosotros, como formadores, porque sabemos que nuestros alumnos no van a tener mucho trabajo, pero los bailarines son muy valientes: resulta duro ir a una audición a la que se presentan quince para una plaza y encima saber que igual no contratan a nadie, porque no hay dinero».