Mikel INSAUSTI
CRÍTICA «La casa del tejado rojo»

Una obra maestra de la sutileza narrativa japonesa

Cuando Yoji Yamada se remonta a sus comienzos en los estudios Shochiku, y se encomienda a sus maestros de entonces Mikio Nabuse y Yasujiro Ozu, está estableciendo una sensible conexión con un cine intimista japonés que exige para su realización una maestría, que en su caso se la han dado los años. Como ya cuenta 83 años, se puede decir que “La casa del tejado rojo” no desmerece de su decidida vocación clásica, y se puede comparar sin ningún sonrojo con títulos inmortales de la narrativa romántica como “Carta de una desconocida” (1948) de Max Ophüls.

“La casa del tejado rojo” contiene la quinta esencia de la sutileza, porque Yoji Yamada cuenta las cosas sin explicitar nada, con ese estilo velado que llena de significado los silencios, las miradas y los gestos más imperceptibles. Ha encontrado a la perfecta aliada para un tipo de observación tan callada en Haru Kuroki, que en la Berlinale recibió el Premio de Mejor Actriz. A través de su detallista interpretación, la criada del campo que entra a servir en una familia de Tokio del barrio de Ota, se acabará convirtiendo en testigo y parte de una oculta historia de amor imposible protagonizada por la señora de la casa y un compañero de trabajo más joven. Su secreta e indirecta implicación será descubierta años después, al escribir sus memorias empañadas de lágrimas que irán cayendo sobre el papel hasta borrar la tinta.

Dado que el amante es ilustrador, la película homenajea estéticamente al cuento gráfico de Virginia Lee Burton “The Little House” (1942), pero acentuando el color del tejado como símbolo de una pasión discreta y escondida, pero no por ello menos intensa. También refleja la ingenuidad del pueblo japonés que vivió la guerra en retaguardia, ajeno a la verdadera dimensión trágica que llegaría a adquirir, así como el sufrimiento soportado para volver a levantarse y seguir con la vida de un modo proverbialmente sencillo.