Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Alternancia versus alternativa

Han pasado cuatro décadas desde que se puso en marcha la llamada Transición, una reforma del régimen franquista, autoritario, al que se sumó aquella frágil y desarticulada oposición que prefirió su homologación a la ruptura. No hace falta marcar los indicadores de aquel monumental fiasco.

Hoy nos atrevemos a señalar que el sistema que hace aguas no es sino un medio post-democrático, tal y como brillantemente escribió Colin Crouch «una falsa democracia caricatural manipulada por los media y los lobbies». La política se ha degradado al punto de convertirse en un espectáculo controlado. La navarra ha sido un esperpento que sugiere que se trataba de un régimen pre-democrático.

El contraste entre la democracia igualitaria, la esencia original, y esta democracia liberal, neoliberal, que padecemos, se ahonda por un abismo cada vez más notorio. Aquellos que jamás fueron elegidos, excepto por consejos de administración o por el poder del dinero, dejan su huella en nuestro mundo de las sombras que ya percibía Platón. Banqueros que eluden la justicia, a la que deberíamos llamar privilegio para unos, losa para otros. Militares que amagan para recordar su existencia.

En los últimos días de la reciente campaña electoral, con Nafarroa como eje del debate sobre hegemonías políticas, el Ejército español dejaba caer, en un gesto repetido en otras ocasiones, diez toneladas de bombas reales en la Ribera (Bardenas) y experimentaba los misiles norteamericanos Maverick, aquellos, recordarán, que se inauguraron en la Guerra del Golfo. La mitad de explosivos que en la Gernika de 1937. Entonces, como ahora, apuntando quién tiene la sartén por el mango.

Estos cuarenta años han servido para registrar a España en el sistema democrático liberal. Durante la Guerra Fría estuvo igualmente homologada, por Europa y EEUU, así que la modernización no llegó de la inclusión, sino de la necesidad de ampliar un espacio ya copado, el del negocio. España nunca ha estado excluida.

El modelo bipartidista tuvo una traslación general, recordando dinámicas del siglo XIX. En los grandes temas, las diferencias entre la derecha y la izquierda, con las comillas necesarias para el segundo sustantivo, han sido nimias. Desde la OTAN hasta la tortura, desde el tratamiento de la migración hasta las reformas laborales. Cada vez es más complicado encontrar un matiz. La alternancia entre gestores, el inmovilismo en lo fáctico.

En Euskal Herria, la alternancia se ha reproducido de manera similar. El PSF y el PSN anunciaron su intención del reconocimiento territorial, hecho novedoso, que luego desdijeron. Una prevaricación «lógica» dentro del sistema, la misma de aquella famosa pancarta de autodeterminación del Aberri Eguna de 1978. UPN y PSN llegaron a un maridaje que alguno pensaría antinatura en 1980, pero que en 2010 alcanzó su esplendor, cacareando la «lógica» demócrata, la apología del saqueo. En Francia, la reciente conversión del UMP por Les Republicains (Sarkozy) va en esa línea de «regeneracionismo» para sostener un régimen republicano corrupto. A un lado republicano, al otro monárquico.

El que entonces llamamos Estatuto de Autonomía de la Moncloa (hoy recogido por los diccionarios equivocadamente como de Gernika), provocó la desmembración territorial y, por extensión, la apertura de un ciclo pretendidamente indefinido. Se vendió como el mejor de los escenarios posibles y hoy sus señas de identidad apenas dan para apuntar alguna pequeña diferencia de color con las competencias de Asturias o la región murciana.

Me dirán que exagero, pero al margen del Concierto Económico, con más de un siglo de vigencia, una policía que cada día que pasa hace esfuerzos ímprobos por parecerse a las vecinas, y cuestiones menores, el resto ha venido dado por la modernización de la sociedad. Las medianas y grandes transformaciones con respecto a España, sobre todo en educación, provienen del gran esfuerzo popular previo o sostenido. El resto es humo. Un escenario agotado.

El cambio que se ha producido en nuestro territorio ha sido subjetivo y colectivo, ajeno a las mayorías en alternancia. Las señas de identidad, tanto soberanistas como sociales, han conformado un sujeto transformador, cohesionado con mayor o menor intensidad, según coyunturas. Si fuera por Confebask, habríamos vuelto a las catacumbas.

La alternancia, el régimen navarro, vasco-francés o vascongado (Gasteiz) de estos 40 años, no ha mejorado nuestra posición objetivamente frente a los enemigos seculares. Creo que fue Engels el que escribió en cierta ocasión que si Napoleón no hubiera existido, Europa hubiera continuado igual. Algo parecido nos ha ocurrido.

La alternancia nos ha demostrado que con UCD, PSF, PSOE, PP, UPN o PNV, el sistema se puede reproducir hasta el infinito y que los que realmente mandan, los que imponen el TIPP, el fracking, el valor del cambio monetario o los que hacen las maniobras oportunas cuando reciben un fax del Estado Mayor, son siempre los mismos. Quizás con alguna gama del tipo de apertura a una u otra cementera, a una u otra compañía petrolera.

Las elecciones municipales, tal y como otras recientes, han ofrecido cambios hegemónicos electorales. Alguno de gran calado, como en Nafarroa. Y los cambios electorales, como siempre, ofertan euforias. De una lógica aplastante. Pero el cambio electoral no es un fin en sí mismo. Con buen uso, puede ser una etapa. Necesaria en estos tiempos.

El fin es la alternativa. Alternativa a todo un sistema que tiene su fortaleza, precisamente, en la alternancia, en la falsa ilusión democrática, en ese «regenaracionismo» que avanzan para evitar un nuevo «desastre de Cuba». El sistema es un monopolio, con una cantidad más o menos abundante de ramas.

La alternativa es el vuelco al sistema, de la gestación actual de una sociedad gobernada por el interés de un grupo, a otra que prime la asociación de los hombres y mujeres, de sus intereses. De nuestros intereses. Es decir, el cambio radical del modelo económico, político (redundancia), social y territorial.

Un cambio que, por recordar, algunos apostaron electoralmente, que manifestaron entonces su voluntad de transformación y luego renegaron de ella. Se alternaron en gobiernos que no atajaron el estado injusto de las cosas, del interés humano. Que manipularon hasta la saciedad. Y otro, posible en otras partes del mundo, que llegó por la victoria militar y que, finalmente, reprodujo los esquemas a los que había combatido.

La encrucijada es histórica, no sólo en nuestro territorio, sino en el conjunto del planeta. Viejos y teóricamente invencibles modelos, contra una corriente también histórica, la recuperación de los valores de la democracia igualitaria. Leí hace poco a un analista latinoamericano una idea rotunda, acertada: «los políticos son cada vez más débiles y al llegar al poder deben enfrentarse a actores no elegidos que son cada vez más fuertes». Es nuestro punto débil.

Nuestra propia crónica nos ha enseñado, por contra, que con iniciativa y determinación, la transformación, la alternativa es la única vía para un cambio en profundidad. Un cambio que no podemos hacerlo en soledad, que necesita de consensos, de participación y del apoyo de mayorías. Un cambio que ofrezca soluciones compartidas, que surjan de ese tejido que, una y otra vez, hemos demostrado poseer, sectorial y colectivamente.

Necesitamos una confrontación de modelos, en un marco dialéctico donde el meollo de la cuestión sea la propia esencia democrática original, igualitaria. Enfrente, lo sabemos, tenemos un sistema que se llama democrático, porque elige sus representantes, su alternancia, con frecuencia. Un sistema que nos ha hurtado el significado mismo del concepto y al que, siguiendo la estela que nos legaron antepasados lejanos y cercanos, opondremos la fuerza de nuestra razón. Que no es otra que nuestra voluntad de crear un escenario radicalmente diferente.