Aquel verano de 1952 en la playa de Saint-Marc-Sur-Mer

Nunca he estado en esa playa de la costa bretona, pero por las fotos que he visto en su paseo marítimo hay una estatua a tamaño natural de Monsieur Hulot, contemplando desde la barandilla a los bañistas. Es la ventaja que tienen los personajes eternos, y Jacques Tati con esta película de 1953, rodada un años antes, dejó para la posteridad definida a la más carismática e identificable de sus creaciones cómicas, equiparable al Charlot de Charles Chaplin.
Sus señas de identidad son únicas e irrepetibles, empezando por su condición casi silente en tiempos del cine sonoro, puesto que en lugar de hablar emite unas frases entrecortadas y ruiditos varios. Es su gestualidad la que le distingue de los demás y hace que, a pesar de su timidez, no pueda pasar desapercibido y llame la atención. La pipa es para él como un bote salvavidas al que agarrarse, mientras camina de puntillas como flotando, y cuando se detiene coloca los brazos en jarra, hasta que se cruza con algún otro veraneante y hace un amago de saludo entrecortado extendiendo la mano, para retirarla rápidamente en señal de arrepentimiento.
Si el bueno de Hulot tiene una relación difícil con las personas, se complica mucho más con los objetos pertenecientes a estas. Es un ser asocial, anárquico e incapaz de adaptarse a las normas de convivencia, por más que lo intente. Posee una tendencia a distorsionar el mundo real, para volverlo más imaginativo y divertido. Se puede tomar cualquier escena como ejemplo de ello, pero a mí se me quedó grabada la de la piragua. Nada más subirse a la embarcación el espectador sabe que su intento de navegación acabará en desastre, pero lo que no puede intuir es que el bote se partirá en dos, doblándose y adquiriendo la fisonomía de un picassiano monstruo marino, con nuestro antihéroe atrapado en sus fauces. El consiguiente desembarco se adelantó a “Tiburón” (1975).

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