Un «Mendi-Mendiyan» rodeado de brumas interpretativas

En el anochecer del sábado el monte Ulia hizo descender sus brumas hasta la misma playa de la Zurriola. Fue en ese ambiente oscuro, con premonición de tormenta, como muchos donostiarras escucharon por primera vez “Mendi-Mendiyan”, obra maestra de su conciudadano José María Usandizaga, más recordado en la ciudad por las calles y colegios que llevan su nombre que por la cantidad de veces que se interpreta su música. “Mendi-Mendiyan” es, además, uno de los títulos referenciales de la ópera nacional vasca, junto a otras maravillas como la “Mirentxu” que, por la misma época –nos remontamos a 1910– estrenó el gasteiztarra Jesús Guridi. Juntos marcaron un camino, a través de la apropiación del folclore, para la representación sobre los escenarios del espíritu nacional vasco, ese ideal que por aquellos años perseguía la Euskal Pizkundea. Sin embargo, y a diferencia del teatro lírico de Guridi, que muestra una Euskal Herria luminosa, noble y cristiana, “Mendi-Mendiyan” es una ópera inquietante, casi inhóspita, que refleja el aislamiento y las bajas pasiones de un grupo de pastores de la sierra de Aizkorri. La primera imagen de la ópera es, de hecho, una pesadilla, la de Andrea soñando con el ataque de un lobo. En su desarrollo aparecen después temas como la pobreza, la posición social, los celos y la envidia, que desatarán el odio y, en última instancia, el asesinato. Como volvería a demostrar con “Las golondrinas” y “La llama”, el talento de Usandizaga se inflamaba con lo tremendo, y por eso el de “Mendi-Mendiyan” no es el típico cuadro vasco idealizado. Como ópera, eso sí, es espléndida porque posee todos los componentes que dan forma a un buen melodrama, a pesar de su libreto, discreto, un tanto naif en realidad, pero que le sirve a Usandizaga para desplegar su vis dramática y demostrar la maestría que ya había alcanzado como compositor con solo 22 años.
Por desgracia, la interpretación del sábado no fue del todo lo redonda que cabría esperar de una ocasión histórica, la recuperación de la ópera completa en la ciudad en el marco del centenario de la muerte de Usandizaga. Han llegado noticias del quebradero de cabeza que ha sido reconstruir el manuscrito original y limpiarlo de erratas, proceso que siguió incluso durante los ensayos. Quizá por eso el rendimiento de la Orquesta de Euskadi fue bueno pero no al gran nivel de la “Tosca” de la semana anterior, se respiraba aquí cierta falta de asimilación de la partitura. Lo mismo por el director, Antoni Ros-Marbà, quien hizo una lectura muy correcta pero sin la flexibilidad en tempo y dinámicas que la intensa teatralidad de la música parece requerir en tantos momentos. El elenco vocal tuvo una gran virtud: todos hablaban euskara y su forma de expresarse fue muy natural. El único que no conocía el idioma, Miguel Borrallo, fue la pata coja entre unos solistas que funcionaron notablemente, con mención especial para la esforzada interpretación de Arantza Ezenarro, el espontáneo “Txiki” de Olatz Saitua y el “Kaiku” de Fernando Latorre. El Easo cantó de forma soberbia su breve intervención.

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