Nerea GOTI
DOS TESTIMONIOS DESDE EUSKAL HERRIA

«TODOS ESTAMOS HUYENDO Y NO PODEMOS VOLVER»

Lo peor es el miedo, todos estamos huyendo de algo y no podemos volver atrás». Es el testimonio de Abdul Salam Coulibari, refugiado hoy en Euskal Herria. Maryan Fathi, una mujer kurda que huyó de Irán con su hijo de 5 años, cuenta que también ella tuvo que escoger «entre el miedo y la muerte» y eligió el primero.

Abdul Salam Coulibari, un maliense que llegó hace 4 años a Euskal Herria. Su testimonio, recabado por GARA, describe a la perfección la situación por la que atraviesan miles de personas atrapadas en la insolidaridad de las instituciones de este proclamado a sí mismo Primer Mundo.

Su historia es la de una persona que con 24 años tuvo que tomar la dolorosa decisión de abandonar a los suyos huyendo de un conflicto bélico, que ya había costado la vida de uno de sus hermanos. Cuenta que sus padres no apoyaban su decisión, era demasiado duro perder otro hijo, pero tenía que «elegir entre la muerte y la vida», según explica, aun sabiendo que la huida no estaba exenta de peligros. Lo comprobaría más tarde en un viaje sin destino predeterminado, con altos en el camino para poder comer e ir reuniendo el dinero necesario para seguir adelante.

Lo único que tenía claro era lo que quería dejar atrás, «la guerra» y el «miedo, mucho miedo». «Lo que se ve en la tele no es la realidad», sostiene, para explicar que las imágenes no describen el dolor que se vive a pie de calle.

Luego llegó la odisea de buscar un mundo mejor. «Estás tu solo buscándote la vida, sin ninguna seguridad, todo el día corriendo porque la Policía te sigue…son muchos problemas». Llegó la hora de cruzar el mar. «No hay más peligro que subir en una patera de goma hinchable y lanzarte al mar», recuerda. Viajó con 39 personas, con mujeres y niños. «La gente primero habla, pero luego se empieza a desesperar, el hambre, la sed… Es terrible, es un miedo difícil de explicar», recuerda, sobre un viaje por mar de más de 20 horas hasta su llegada a costas del Estado español, un horror que vuelve a su memoria con cada una noticia sobre el hundimiento de una embarcación. Durante dos meses estuvo en un centro de acogida, a través de la Cruz Roja llegaría el contacto con la Comisión española de ayuda al refugiado (CEAR) y los trámites para solicitar asilo. Abdul ha solicitado el estatus de refugiado y sigue en trámites, mientras dispone de la ‘tarjeta roja’, que renueva cada seis meses, pero no puede salir del Estado.

A la vista de una tragedia humanitaria que afecta a muchos que como él decidieron dejarlo todo atrás, empujados por la guerra o por falta de recursos y de futuro, Abdul tiene claro que «todos estamos huyendo de algo que no va bien, buscas una estabilidad», la ausencia de futuro también es una forma de violencia.

«Si no te dejan pasar y no puedes volver atrás, estás en una situación de choque» –apunta– y lanza un segundo mensaje: «necesitamos ayuda para vivir, lo hemos dejado todo atrás, lo hemos perdido todo. Nuestra única esperanza y nuestro único remedio es hacer la vida aquí».

Maryan Fathi llegó a Euskal Herria hace 1 año. De nacionalidad kurda, tuvo que salir ilegalmente de Irán con pasaporte falso y un niño de 5 años agarrado de su mano. El primer contacto en su huida fueron las mafias, que le prometieron trasladarle al Estado francés. Nunca llegó allí, sino a Bulgaria y de allí, a Rumanía. Tres meses después de salir de Irán, la Policía les interceptaría en la frontera con Hungría, y a través de Acnur llegaría la oportunidad de ponerse a salvo.

Es difícil ponerse en la piel de una madre con un niño pequeño en medio de un viaje sin retorno, expuestos a un camino desconocido conscientes de su dependencia en manos de mafias para las que nada representa la vida de las personas. «Tuve que elegir entre el miedo y la muerte y elegí el miedo», explica Fathi, al tiempo que recuerda que como mujer y kurda no era poseedora de ningún derecho en Irán. Su activismo por los derechos la hubiera llevado a un juicio sin defensa de apenas cinco minutos que hubiera acabado en una pena de muerte. De ahí que decidiera coger de la mano a su hijo y vivir, aún a costa del riesgo. No tenía otra salida. «Lo hice para salvar mi vida y la de mi hijo», explica.

Recuerda la preocupación por el bienestar de su hijo por encima del suyo, el miedo constante «más por él que por mí misma», un miedo imborrable que, según cuenta, ha dejado huella en su hijo años después. «Aún recuerda muchos problemas con las mafias, cuando nos encerraban con otros refugiados que había en el camino, querían dinero, nos hablaban mal, nos pegaban si hacíamos algo, pasábamos hambre...», comenta.

«Hay mujeres con 3 y 4 niños que siguen haciendo ese camino, que pasan hambre y que están expuestos a muchos peligros. Hay que ayudar a esa gente», señala, al tiempo que reclama la implicación de Occidente en la protección de los derechos de las personas y de los pueblos y en contra de las guerras.

La vida aquí tampoco es fácil. En Irán no tenían problemas económicos, aquí sí. Lo dejaron todo y el dinero lo consumieron las mafias en la huida. Sin ayudas económicas, busca un trabajo que pueda compatibilizar con los cuidados de su hijo, mientras su marido, enfermo, trabaja temporalmente en Ciudad Real.