Lamentablemente siento no coincidir ni con lo único que ha salvado la crítica argentina de “Francisco, el padre Jorge”, que es la interpretación de Darío Grandinetti. Ya sabemos que es un grandísimo actor, pero eso no quita para que su elección como protagonista sea más que discutible. Cuando se trata de un personaje tan universalmente conocido y ligado a la actualidad más inmediata, como lo es el nuevo Papa, no se pueden dejar a un lado aspectos relacionados con el parecido, la voz o la presencia física. Dicha opción me da a entender que no hay un especial apego a la realidad del biografiado, y que por la tanto estamos ante una versión, seguramente idealizada, de su vida y milagros.

Si Bergoglio es como dicen que es, no creo que le haga ninguna gracia la película. El cineasta argentino de origen gallego Beda Docampo Feijóo no le hace ningún favor en su contradictorio planteamiento, al hablar de un religioso supuestamente revolucionario o seguidor de la teoría de la liberación, pero con un tratamiento más propio de los tiempos del cine de estampita. Está de más santificarle con esas prisas, sin apenas dejarle tiempo a que pueda demostrar algún cambio sustancial en el seno de la Iglesia católica, mediante una hagiografía que no admite claroscuros en su decidido carácter fanatizante. Se ensalza la humildad de aquel curita del barrio de Flores, pero cuando se eleva a los altares a alguien tan humilde se le está traicionado en su ejemplar sencillez evangélica, para condenarlo a la adoración nocturna y a la diurna.

El turismo de la pobreza se cuela en la visita al Buenos Aires del que fuera su más querido arzobispo, y al introducir la memoria histórica se recurre a la abstración y a las generalidades, dejando a los militares de la dictadura sin un nombre o señas de identidad, por culpa de una clara falta de compromiso político. Será que hay que perdonar cristianamente a los enemigos.