La ópera prima de Lara Izagirre es muy sencilla y sin complicaciones, porque a veces es mejor empezar pisando sobre seguro que hacer equilibrios en el vacío y sin red. Ha preferido no arriesgar y apoyarse en un material autobiográfico que parece conocer bien, salvo en el valiente plano-secuencia final del autobús, que se alarga a conciencia y sirve para lucimiento de la joven actriz Irene Escolar, resumiendo sin diálogos el proceso interior por el que ha pasado su personaje en tránsito.

El resto del cadencioso metraje tiene un aire entre nostálgico y tristón, que refleja el transcurrir de los días grises en una Zornotza vaciada de su carga cultural más identitaria, en aras de la pura abstracción o universalización ambiental. Y es lógico dentro del planteamiento de esta cineasta debutante, ya que lo geográfico adquiere ya desde el mismo título un significado simbólico, con lo que la ciudad alemana se convierte en una especie de teórico punto de encuentro o de desencuentro, según se mire. Representa el espacio quimérico de una relación interrumpida y, por último, inviable.

Lara Izagirre consigue una realización personal, gracias a que no utiliza la estética “indie” en su vertiente más coyuntural, y cuando surge lo hace de forma natural, sin que resulte forzada. Puede que haya algún momento aislado que sí remite al gusto publicitario en la utilización de canciones con el medidor del «tristómetro» puesto, a lo que responde exactamente el tema de Damien Jurado “Museum of Flight”, que creo que también sale en el trailer.

En definitiva de lo que habla “Un otoño sin Berlín” es de la necesidad de romper con el pasado, y eso a veces obliga a un viaje de vuelta que conlleva el enfrentamiento no con fanstamas, sino con personas de carne y hueso, como lo son el padre, la amiga embarazada y el exnovio de la protagonista. El futuro lo aporta un escolar que se resiste a aprender francés porque sí.