O putas o monjas. Es el mismo delito forzar a alguien a la prostitución que a la supuesta castidad de un convento de clausura. Se diría que las mafias que trafican con personas les importa muy poco colocarlas posteriormente como trabajadores explotados y esclavizados en las minas más rentables, en las cadenas de producción de ropa de bajo coste asiáticas, en los bares de carretera de la Europa rica o en un convento donde las novicias obligadas se sientan secuestradas y deseen salirse y no les dejen.

En pocos días hemos sabido de dos casos, uno en Santiago de Compostela donde tres monjas indias han tenido que ser liberadas tras quince año de impedimentos y han denunciado que se sentían secuestradas ya que no les dejaban salir, les retenían los papeles, las mandaban hacer los trabajos más duro en régimen de esclavitud y las amenazaban con deportaciones. Ellas mismas dicen: «nos arrebataron la posibilidad de pensar». Otro caso en Sevilla, esta ocasión con una joven keniata que entró en un convento y al ver que no tenía vocación pidió salirse, pero la madre abadesa ejerció todas las presiones, todas la amenazas, le reclamaba también las deudas por su formación y manutención, la intentó deportar y la denunció a las autoridades para que le quitaran su permiso de residencia.

Exactamente igual que los relatos que nos hace la policía de los centenares de mujeres prostituidas a la fuerza que lo hacen para pagar sus supuestas deudas contraídas con la mafia que les prometió un trabajo digno. Estas coincidencias en los métodos y la constatación de que la falta de vocaciones religiosas entre la juventud se ha suplido con estas importaciones de jóvenes extranjeras que nos colocan ante una situación insostenible de posible trata de mujeres para cubrir las bajas de novicias y monjas.