Miguel FERNÁNDEZ IBÁÑEZ
Diyarbakir
TOQUES DE QUEDA EN KURDISTÁN NORTE

LA ETERNA ESPERA PARA REGRESAR A SUR

El Estado turco lleva semanas indicando que las operaciones en el distrito están a punto de finalizar. Los desplazados, ansiosos por respuestas, esperan en la entrada de los barrios que aún viven bajo el toque de queda impuesto hace más de tres meses.

Mehmet espera impasible junto a decenas de personas. Está ante una hilera de vallas policiales. Las lleva mirando dos meses y no sabe cuánto más tendrá que esperar. Son de color blanco, con la palabra «policía» escrita en azul. La alargada figura de Mehmet a veces se apoya en un coche, a veces merodea en busca de respuestas. Habla con otros vecinos y explica que todos tienen las mismas preguntas en la cabeza: «¿Qué sucede en nuestro barrio?» «¿Cuándo terminarán las operaciones?». Dabanoglu, uno de los barrios del distrito de Sur, en pleno centro histórico de la ciudad de Diyarbakir, aún sufre las operaciones del Estado turco. Mehmet es consciente de que la lucha probablemente haya arruinado el esfuerzo material de una vida: casa, electrodomésticos... Pero su mente, lejos de derrumbarse, parece ajena a la guerra que vive Kurdistán Norte, tal vez porque como dice «el pueblo kurdo está acostumbrado a sufrir».

El toque de queda impuesto en Sur lleva más de tres meses en vigor, en los que al menos 26 civiles han perdido la vida. Comenzó el 2 de diciembre y en cinco barrios aún continúa, entre ellos Dabanoglu. El Gobierno lleva varias semanas diciendo que todo está a punto de terminar: primero quedaba un 2 % por controlar y el 9 de marzo dijo que solo faltaba inspeccionar los barrios en busca de artefactos explosivos y posibles trampas del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Un día más tarde se produjeron nuevos enfrentamientos, que según el Estado dejaron siete militantes muertos.

355.000 desplazados

Mehmet es uno de los 355.000 desplazados que, según los datos del ministerio de Sanidad, han abandonado su casa en Kurdistán Norte por las brutales operaciones del Gobierno. Una cifra que ha aumentado tras los toques de queda anunciados esta semana en Yüksekova, Nusaybin y Sirnak.

Este kurdo ahora vive en un edificio habilitado por la alcaldía, mientras otros lo hacen en casas de familiares. Cuando vio que la situación se deterioraba decidió huir. A sus 60 años no está para vivir sin electricidad, comida y otras necesidades básicas. Su mujer, como dice, tampoco. «Tanto el Gobierno como el PKK han cometido un error. Erdogan no puede hacernos vivir esto durante tres meses y el PKK no tendría que haber traído la lucha a esta ciudad», se queja mientras un joven vende simit, el famoso rosco de pan turco, y un exhausto grupo de policías abandona Dabanoglu.

La vida se ha detenido en Sur, al igual que en otra decena de urbes kurdas. Hace tan solo un año, en la época del proceso de diálogo, los turistas y locales llegaban a este distrito atraídos por su arquitectura y la muralla que la Unesco reconoció como Patrimonio de la Humanidad. La mayoría bebían té en los locales ocultos por las enrevesadas calles empedradas. Ahora la mayoría de las personas que abarrotan Sur son fuerzas de seguridad turcas y muchos de sus edificios históricos han sido dañados, como es el caso de la mezquita Fatih Pasha.

Para entrar en Sur hay que pasar varios controles policiales. Una vez dentro, casi todos los negocios permanecen cerrados en la arteria principal que desemboca en la mezquita Ulu Cami, cerca de donde el abogado Tahir Elçi fue asesinado el 28 de noviembre.

En la plaza que antecede a su entrada decenas de hombres beben té mientras observan a las fuerzas de seguridad. Una vez que se llega allí, uno de los policías apostado en una trinchera avisa de que no se puede ir más allá. Apenas se puede adentrar unos 500 metros en Sur, y es imposible llegar a la otra parte de la muralla, en donde el mirador seducía a los turistas con las vistas de los jardines de Hevsel y el curso del río Tigris. En el mismo sitio en el que se encuentra Mehmet aparecen Remziye y Ali Bakis Kalp, una pareja kurda que ronda los 50 años y tiene cuatro hijos. Por la mañana, en el parque Anit, fuera del distrito de Sur, estuve hablando con ellos. Cuando veo a ese entrañable matrimonio sonrío por la coincidencia que une nuestros caminos de nuevo: mi trabajo, su espera.

Ellos son de Bingöl, una región que hace frontera con Diyarbakir, pero llevan años viviendo en Dabanoglu. Ramziye confirma con su cabeza cada respuesta de Ali, un trabajador del Estado en la construcción de carreteras. «Oye, pero que soy un simple trabajador», matiza este kurdo que tiene el rostro cubierto por una barba descuidada.

Críticas

En Sur, la mayor parte de las edificaciones son antiguas y mucha gente sin recursos vive –o vivía– allí. La familia Bakis era una más. Ali está cansado de las décadas de lucha y critica sin mesura al PKK: «Han cometido un error muy grave. Al menos nos tendría que haber preguntado si queríamos este tipo de lucha. Nadie tiene el derecho de dañar a su etnia y el PKK lo está haciendo. El Estado también por su agresiva forma de actuar, pero al final nosotros estamos pagando el precio porque toda nuestra vida ha quedado enterrada bajo esta guerra».

Ali habla, y Remziye de nuevo asiente con la cabeza. Sus palabras no dejan político o militante kurdo libre de culpa. «El DBP –rama en Kurdistán Norte del Partido Democrático de los Pueblos (HDP)– ha ayudado al PKK. La alcaldesa de Diyarbakir, Gültan Kisanak, no ha hecho nada por nosotros. No tiene nada que ver con Osman Baydemir –antiguo alcalde kurdo–, que era un cielo», dice en una de las críticas comunes entre los habitantes de la capital de Kurdistán Norte.

Entre los kurdos pocos eran los que no apoyaban la lucha de los militantes de Qandil durante los años 90. Ali, que ha votado a la miríada de partidos kurdos hasta el pasado noviembre, cuando cambió al Partido Justicia y Desarrollo (AKP) en busca de paz, recuerda que «el Estado hizo de todo con nosotros. En esa época el PKK tenía sus razones porque no teníamos ningún derecho. No podíamos hablar en kurdo ni estudiar nuestra lengua».

La llegada al poder de Recep Tayyip Erdogan modificó la situación en el marco de la revolución democrática que hoy parece enterrada. «Erdogan ha hecho más por nosotros que el resto de gobiernos en 80 años. Nos ha dado derechos; nos ha dado la paz. En los últimos años se vivía muy bien en Kurdistán y si tuviese que elegir entre más derechos y la paz me quedaría con la paz; y creo que casi todos los kurdos piensan igual», considera Ali.

Pero en Diyarbakir no todos coinciden con el matrimonio Bakis. Özgür, un joven de 30 años que regenta junto a su hermano el bar Ikinci Yeri, explica que los derechos obtenidos por los kurdos «no han venido con Erdogan sino con la resistencia de nuestro pueblo durante 30 años». En su bar, muchos jóvenes anarquistas, homosexuales y cercanos a las ideas del HDP se reúnen a diario. Hace un año incluso se podía escuchar la música de la guerrilla. «Entiendo que el pueblo esté enfadado. Han sufrido mucho. Pero el daño no la hace el PKK, sino el Estado, que es quien dirige las matanzas. Si miramos el porqué de las zanjas nos damos cuenta de que no son cosa de un día, sino el resultado de la represión del Estado y del sistema sistema presidencialista de Erdogan. Como no lo aceptamos él ha creado este caos. Al igual que el PKK, nosotros queremos la paz y la autonomía, pero ahora no hay marcha atrás porque si el PKK se retirase sería una derrota moral y esto es una guerra».

Áreas como Silopi, Sur o Cizre están tomadas por las fuerzas de seguridad, que controlan cada metro cuadrado con sus tropas y el vaivén de los vehículos blindados. El pueblo no sabe hasta cuándo va a continuar esta situación y, como ejemplo del temor imperante, está guardando su dinero: no compran más que los bienes básicos, lo que crea una bola de consecuencias nefastas para la actividad comercial de la región.

Las imágenes de los desplazados de Sur se están repitiendo en otras ciudades. En Nusaybin y Yüksekova la gente se va mientras los blindados vienen. En algunos de estos vehículos la estrella y la media luna turca han sido dibujadas sobre el polvo; en otros la bandera roja y blanca ondea como símbolo de opresión para muchos kurdos que apoyan al PKK. El pueblo ahora es consciente del desmesurado uso de la fuerza del Gobierno y no espera para abandonar estas ciudades. Desde el punto de vista del Ejecutivo es un éxito, ya que sin los civiles podrá identificar con mayor facilidad a los militantes del PKK. Pero mirando a los ojos de estos kurdos y escuchando sus palabras se puede apreciar el trauma de quienes dejan el proyecto de una vida.

En la estación de autobuses de de Nusaybin, horas antes del inicio del toque de queda, decenas de kurdos esperan para huir. Las maletas y bolsas apenas caben en los compartimentos de carga de los autobuses. Incluso hay quienes se llevan los electrodomésticos. Una señora se limpia las lágrimas en una especie de dársena. Ya dentro de un autobús que hace la ruta Nusaybin-Estambul un padre abandona a sus hijos. Pregunta a los pasajeros por su cuidado mientras los niños, ilusionados, bromean con las películas y programas que podrán ver durante las 20 horas de trayecto. Otro padre acompaña a su hija hasta el asiento. Al despedirse dice que «todo va ir bien». Su hija, una joven, no tiene ninguna curiosidad por la programación de la televisión. Parece abatida por la injusticia que vive su pueblo. En uno de los asientos otra señora se limpia las lágrimas mientras dos filas más atrás otra tiene la mirada perdida en el horizonte. Esperan a que su autobús arranque para comenzar una nueva vida, que con suerte será temporal, de uno o varios meses. Al igual que hicieron Mehmet y la familia Bakis, probablemente se acostumbrarán a la incertidumbre, a la tensa espera que vive el pueblo kurdo desde que el proceso de paz murió.