Koldo LANDALUZE
CRÍTICA «Altamira»

Ciencia, Iglesia y bisontes virtuales

Todo lo que nos quiere proponer Hugh Hudson en “Altamira” no es más que un cansino posado de postales de época y un fallido intento por hacernos partícipes de la saludable embriaguez que podríamos sentir en las entrañas de la tierra mientras observamos un legado grabado en piedra. La primera e inevitable comparativa que nos viene a la memora es la magistral odisea subterránea que el divino enloquecido Werner Herzog rodó en las cuevas Chauvet y que plasmó en la pantalla bajo el título de “La cueva de los sueños olvidados”. De esta comparativa sale muy mal parada la película firmada por un autor que todavía continúa viviendo de las credenciales que le otorgó “Carros de fuego” y debido al escaso nervio y excesiva facilidad con la que resuelve una trama que podría haber quedado mucho mejor si su destino hubiese sido un documental digno de ser emitido en un canal temático. La intensidad que vivimos en las cuevas filmadas por Herzog jamás se asoma en este biopic a través del cual asistimos a la cruzada personal que mantuvo el paleontólogo Marcelino Sanz de Sautuola contra diferentes integrantes de la comunidad científica y esa Iglesia que todo lo ve mal cuando se cuestiona lo que dice ese libro de ficciones llamado Biblia. Llegados a este punto resulta inevitable no mencionar el nada interesante cara a cara que protagonizan el paleontólogo y el representante inquisitorial de estas función.

Antonio Banderas y un irreconocible –en todos los sentidos– Rupert Everett firman un duelo de baja intensidad interpretativa en el que el malagueño vuelve a mostrar su vis más histriónica a la hora de intentar insuflar de vigor un personaje que no requiere de aspavientos. Everett, por su parte, resulta tan grotesco en su caracterización que resulta imposible tomárselo en serio. Buen ejemplo de todo el artificio se resume en las pinturas rupestres que adquieren movilidad infográfica.