Carlos GIL
Analista cultural

Fragilidad

Toda la futilidad del arte campestre cabe en un irrintzi sordo. Una voz que avisa, una sirena que enciende un foco, un fuego que se apaga porque el campanero ha tocado a rebato, por las tuberías corre el agua clorada y de cada chimenea salen los códigos cifrados de la genética cuántica.

La fragilidad del conocimiento es la fortaleza de su imprescindible naturaleza viva. Nadie llega a este valle de iconos con la mochila llena de poemas de amor, ni encuentra en el sonajero la clave de sol, ni en sus primeros pasos puede aventurar que un día Alicia Alonso bailará “El lago de los cisnes” con la visión muy limitada. Acaso puede descubrir un olor de calostro que le engancha con la historia inconclusa de la Humanidad.

El cuerpo humano es un conjunto de casualidades y genialidades orgánicas y mecánica imposibles de imitar. Los robots solamente sustituirán nuestra parte mercantil, no serán capaces de odiar ni entretenerse contando los hilos de una bufanda multicolor. Adivinarán nuestros gestos, peor nunca nuestras intenciones. Si nos ganan al ajedrez o encuentran el punto exacto al pil pil, nunca se enamorarán ni de una rosa ni de un clavel.

Simularán que entienden un canto gregoriano, pero no conseguirán acabar con nuestra sólida fragilidad inmutable. La duda. La inspiración. El golpe de genio, ese llanto quieto que nos conmueve o el simple amanecer en el monte Urkiola un día de abril. Eso no está en ningún disco duro. Ni lo estará.