Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Lucía, te echo de menos

Vengo de recordarte en las letras que son tu refugio. Las de la evocación de tu compromiso solidario y militante que es como decir las subrayadas en el trajín de la vida, de una vida que ya no tienes, diluida en los demás, en los que te preceden y en esas letras que, acurrucadas para significar, nos quedan como memoria tuya, Lucía.

Supe hace bien poco que tantos años después fuiste abuela de unos mellizos preciosos, estirpe de tu cepa, acarreados a nuestro mundo por tu hija Alexandra. Hay que acudir corriendo, pues se cae el porvenir en cualquier selva, en cualquier calle, dicen que repetías sin cesar el estribillo de aquella canción de Silvio Rodríguez. Hay que acudir a ese escenario que dejan tus huellas, que prosiguen las suelas del transitar de tus nietos.

No te conocí, pero te recuerdo como si estuvieras a mi lado, sentada con esa sonrisa ampliada en las fotografías de la nostalgia, esos ojos negros de azabache y esos cabellos inflamados por un viento colmado sobre un semblante marino de mejillas resplandecientes. Por eso se me hace extraño, Lucía, decirte abuela, porque tu imagen se quedó ahí, congelada para la posteridad, en medio de la nada y en la orilla de la eternidad, cuando tenías 31 años, 9 ya en el exilio y la clandestinidad.

Supe de tu presencia un nefasto día de febrero de 1981 cuando te detuvieron en la capital de España, junto a Joxe Arregi: «Entre las 17 personas detenidas en Madrid acusadas de dar apoyo al grupo etarra figuran una mujer chilena Lucía Orfilia Vergara Valenzuela, exmilitante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria de su país, y Ann Elizabeth Brundin, de nacionalidad sueca». Y acordé deletrear nefasto por las consecuencias. Torturados, Joxe Arregi, el pequeño hombre de Zizurkil, no pudo superar la picana. Murió magullado, amoratado, con la piel arrancada y sus huesos quebrados. «Oso latza izan da», acertaron a oír sus compañeros cuando llegó herido de muerte a Carabanchel.

El eco no se ha amortiguado, a pesar del tiempo. La acústica incendiaria, insultante, de las palabras del director de la Policía: «no ha habido malos tratos». La llamada desgarradora de Alfonso Sastre: «Ahora griten contra la tortura o malditos sean». Supe de las lágrimas desde tu celda, en ese semblante risueño, cuando conociste la muerte de Arregi. «Un muerto, un golpeado como jamás creí se podría golpear a un ser humano», escribió tu paisano Víctor Jara en su último poema en el “Estadio Chile”, horas antes, también, de su fallecimiento.

El desasosiego, el sentimiento de amargura y el dolor de tu propia carne, de tus huesos. Porque desde que te sacaron de madrugada de tu vivienda en Madrid, adonde habías llegado meses antes desde Estocolmo, refugio en letargo cuando los milicos derrocaron a Allende, los golpes, las afrentas, la picana, te perseguían como una pesadilla. Los mismos que mataron a Joxe Arregi te hundieron las costillas, te humillaron como mujer, se mofaron de tu maternidad, de tus dos hijos que esperarían en vano un retorno que siempre llegaba en los cuentos coloreados apiñados en la mesilla de su habitación.

Y cuando ingresaste en prisión, apenas te podías poner en pie. Tus compañeras te acogieron, en el regazo como a una muñeca deshilachada, como a un corazón escarchado, como a una niña despojada de su ingenuidad. Temieron por tu vida. No te lo dijeron, pero temieron por ella. Por una vida que quisiste proteger cuando cruzaste el océano, huyendo de Pinochet para refugiarte en la Suecia de postal, en la España democrática, monárquica, azote de sus fantasmas decían que pasados. Presentes y muy presentes. Deslizándose por cada una de las siete letras de la palabra tortura, de sus cuatro consonantes y tres vocales, rojas como la sangre, azules como los verdugos.

Aún cojearías durante meses, arrastrando por los pasillos de la prisión la carga del suplicio. Desde el fondo de la «ciega» escribiste a tu hermana: «De ánimo, mucho mejor, aunque a ti puedo reconocerte que a veces me dan unas tristezas muy grandes, en el sentido de que quisiera, por supuesto, estar viviendo otras cosas, pero bueno, de todas maneras, por mi forma de ser, soy capaz también de hacerme un tiempo feliz».

Se acabaron los días de tormento. Y tomaste una decisión. Volver a Chile, a tu país donde habías nacido. En una pequeña población al sur de Santiago, llamada Curicó, kurüko en mapuche, aguas negras, donde los volcanes ya se adivinan y que, Lucía, ya no reconocerías después de aquel terremoto que en 2010 derribó sus muros. A la clandestinidad, a la militancia, al compromiso, en esa organización que siempre fue tu casa, el MIR.

Un 7 de setiembre de 1983, cuando todavía no te habías repuesto de tus pesadillas, de aquella tortura que terminó con aquel pequeño hombre de Zizurkil dos años antes, los militares asaltaron la casa en la que te escondías Lucía, Piti como te llamaban tus compañeros, en Santiago. En una vivienda del oriente de la capital, en la calle Fuenteovejuna, número 1330. Sergio Peña, Jorge Villavella y tú, Lucía, mirada alegre, ojos rebajados, capaz de hacerte feliz por algún tiempo, fuisteis acribillados. Ametrallados. Asomó la nada y se dibujaron los confines de la eternidad.

Los medios fueron unánimes. Como en Madrid dos años antes. Terroristas, enfrentamientos. Legalidad vigente versus subversión. En Madrid un muerto, Joxe Arregi. En Santiago tres, Sergio, Jorge y Lucía. «Los muertos entrenados en el extranjero», dice “El Mercurio”. Lucía Orfilia Vergara Valenzuela, dice el comunicado oficial, tiene «presunta vinculación con la ETA, en España». El secretario nacional de la Juventud, pinochetista: «Esto va a servir para que el pueblo chileno tome conciencia de una vez por todas que estos enajenados, si bien son una minoría, constituyen un serio peligro para la convivencia de todos, en paz y tranquilidad». Deshumanizados, Lucía, deshumanizados os quiere el sistema. Me llegan los ecos de aquel editorial de “Diario 16”, sólo un mes después de la muerte por torturas de Joxe Arregi: «No hay derechos humanos a la hora de cazar el tigre. Al tigre se le busca, se le acecha, se le acosa, se le coge y, si hace falta, se le mata. Podrían caer cincuenta etarras en combate y las manos de España continuarán limpias de sangre humana».

A esas bestias inhumanas habría que echarlas a la laguna infernal, Estigia. ¿Sabes Lucía que aquellos que concluyeron con tu vida en 1983 han sido imputados por homicidio? ¿Sabes, mi querida compañera tan lejana y cercana a la vez, que la brigada de Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones de Chile detuvo hace unos meses al jefe del operativo militar de la calle Fuenteovejuna? ¿Sabes que la Justicia chilena dictaminó hace dos años que lo de tu muerte no fue un enfrentamiento sino un crimen premeditado?

Ay, Lucía. La reparación no te devolverá tu sonrisa permanente, tu compromiso militante. Pero al menos, restituirá la dignidad a tu hermana, a tus hijos, a tus nietos. Siempre llevaron la cabeza alta. Ahora con el resguardo oficial. Sin embargo, Lucía, aquellos que te torturaron en Madrid en 1981 siguen impunes. Algunos de ellos fueron ascendidos en su escala policial, otros condecorados, todos quedaron exentos. Ni el tiempo ha sido capaz de corregir la anomalía, como sucedió en Chile. En la España democrática, monárquica, «en paz y en tranquilidad», la tortura no existe, no ha existido. Qué abismo el del Atlántico, qué hondura en las letras demócratas.

Tu hermana me enseñó una carta que enviaste a tus hijos sólo unos días antes de tu muerte en aquella encerrona de Fuenteovejuna. La leo cuando, de improviso, me invade tu agonía: «Porque hubimos muchos que nos tomamos de las manos y a pesar de los hijos presos, muertos o torturados, a pesar de los hijos solos o lejos, fuimos acumulando penas, alegrías y fuerza, y todo eso se convirtió en libertad y el sol volvió a brillar».

Lucía no te conocí, pero te recuerdo como si estuvieras a mi lado, sentada con esa sonrisa ampliada. Te echo de menos.