De vírgenes y medallas
Nunca hubiera pensado que los estudios marianos –Mariología los llama la teología católica–, adquirieran tanta actualidad y, menos aún, que fuera gracias a políticos que se reclaman laicistas, republicanos y de izquierdas y, en algunos casos, ateos. Que dicha revitalización se deba a políticos de derechas podría pasar, pero ¿de izquierdas? Suena sospechoso. No es muy coherente que, dadas esas notas con que rebañan su identidad, políticos levógiros dediquen medallas de oro a una virgen sacra. Más bien parece estampa de aquella España negra que dibujara el asturiano Darío de Regoyos y fotografiara fantásticamente en el franquismo Cristina García Rodero.
Es que va a resultar que quienes más saben de vírgenes y de otras especies evanescentes e inasibles son políticos, mucho más que aquellos que andan el día olfateando el sobaco del Altísimo. ¡Quién fuera a decirlo! Esta peña parece tocada por un aura divina y que por ósmosis sobrenatural obtuviera unos conocimientos que hasta la fecha solo eran accesibles a místicos y a pastorcillos de corazón puro y casto como los carrizos de agua dulce. Pero, ¿un político, sumidero potencial de todas las sevicias posibles? ¡Anda, ya!
Hablan con tanta seguridad de la Virgen María –travestida en virgen del Rosario, del Rocío, del Pilar o de los Dolores–, como si hubieran pasado la vida cortejándola en la intimidad. Le dedican medallas de oro y de plata, y la consideran más eficaz para resolver los problemas laborales y económicos que el Fondo Monetario Internacional, el IBEX-35, la patronal, el sindicalismo y la lucha de clases. Más resolutiva, incluso, que los ministros de economía, de asuntos sociales o de lo que se tercie. De hecho, la ministra Fátima Báñez fue tan humilde que las mejoras en la economía española, y que terminaron con la crisis que nunca quiso nombrar Zapatero, ella las atribuyó a la Virgen del Rocío. Para nada a su persona, y eso que tiene nombre de virgen con pedigrí.
La verdad es que nadie se ha tirado tantas veces a esta piscina probática como Jorge Fernández Díaz. Sin embargo, este integrista, ex ministro de Interior, jamás sostuvo que la ley mordaza de 2015, la creación de la «policía patriótica» contra los independentistas o la utilización de la policía con fines partidistas, se debiera a un «soplo instigador» de la virgen. Aun así, no dudó un momento en conceder medallas a vírgenes de toda índole aunque siempre fuera la misma con distinto nombre. Por orden de su ministerio se entregó la Cruz de Plata de la Guardia Civil a la Virgen de los Dolores de Archidona (Málaga) y la medalla del mérito policial a Nuestra Señora María Santísima del Amor. Su clónico sucesor en el cargo, Fray Zoido, siguiendo idéntica ruta nacionalcatólica, condecoraría a la Cofradía del Cristo de la Legión y concedió la Medalla de la Guardia Civil a la Virgen del Pilar.
Ignoro qué tienen estas vírgenes para concitar tales merecimientos. Sí imagino las sutilezas de chichinabo que albergan los cerebros unicelulares de los meapilas que los otorgan. Proceden de la cloaca del nacionalcatolicismo, es decir, de la ignorancia, del acriticismo y del fetichismo integrista de la fe. Con esta base craneal estampar majaderías es lo preceptivo.
No lo es, no debería, en gentes como Iglesias y Monedero, además de Kichi y Teresa Rodríguez, cuyos cordones umbilicales no parecen conectar con el líquido tóxico del fascismo de la fe que era el nacionalcatolicismo. Por eso, causa perplejidad que adopten posturas integristas como las de estos ilustres chupacirios anteriores.
El problema aumenta al comprobar que esta pléyade de podemitas intenta superar a los anteriores en la defensa de una virgen, en este caso, de la Virgen del Rocío, a quien en Cádiz los pescadores le tienen fervor especial por razones que los politólogos y sociólogos de Podemos han aclarado de un modo tan rocambolesco como insólito.
El hecho se inició por donde comienzan todos los desastres, pues ya decía san Tomás que solo la estupidez es pecado. Kichi, alcalde de Cádiz concedió la medalla de oro a la Virgen del Rocío, desafiando, no solo la teoría de la gravedad, sino el texto de la Constitución, garante, aunque solo sea en papel, de la neutralidad con que las instituciones públicas del Estado deben actuar en esta materia. Hubiera sido fácil decirle a Kichi, «Kichi, tío, la has cagao», pero no. Rodríguez, Monedero e Iglesias le dieron tanto aire que lo hincharon como a la rana del cuento: «Kichi, eres el mejor».
Ver para epatar. Porque, si Báñez, Fernández y Zoido limitaron su piedad zorruna a dar medallas a seres inexistentes sin mayores explicaciones teológicas, la trilateral de Podemos se ha enfangado tratando de justificar la que concedió uno de los suyos, basándose en una papilla de falacias indigestas.
Kichi acertó porque la Virgen del Rocío es una virgen de los pobres, del pueblo, y no de los ricos epulones. Monedero dixit. Y, también, porque Kichi ha reivindicado una virgen de izquierdas, marxista, que no de derechas. Iglesias «redixit».
Estas sutilezas aplicadas a la virgen María, ahora, virgen del Rocío, no fue capaz siquiera de imaginarlas uno de los mayores conocedores de la madre de Jesús –virgen antes, durante y después del parto–, el franciscano Duns Scoto (1265-1308), doctor sutil y mariano, quien, de haber vivido en este siglo hubiera disfrutado como una anguila en un barrizal de mierda y, por supuesto, habría militado en Podemos, sector Kichi, amante del pueblo y cofrade, claro.
Llegados a este punto, dados los conocimientos teológicos que de la virgen María muestran tener estos circunspectos representantes de Podemos, sería bueno que en un próximo Congreso Mariano, de los que hacen los católicos, asistieran con una ponencia disertando sobre los favores de la Virgen del Rocío concedidos a los pescadores de Cádiz.
Termino con una anécdota bien ilustrativa. Durante la revolución mexicana, encabezada por Pancho Villa, además de fusilar al enemigo, también hubo juicios y fusilamientos de imágenes de Vírgenes. Antonio Garci lo cuenta en su libro “Pendejadas célebres en la historia de México”. Tanto que su autor hablará de «guerra de las vírgenes». Las protagonistas fueron la Virgen de Guadalupe, estandarte de los insurgentes y la Virgen de los Remedios, de los realistas, y a quien el virrey Venegas le dio el grado militar de «Generala».
Cuando se conquistaba una ciudad, cada uno de los bandos sometía a juicio las imágenes y figuras de yeso o madera de la virgen de sus adversarios. Primero, eran degradadas como jefas militares y, después, sentenciadas a «muerte» por «traición». Finalmente, un pelotón de fusilamiento las acribillaba.
Tras la derrota de una de las principales fuerzas insurgentes, el arzobispo de Ciudad de México organizó una procesión para pasear a «la Generala» por delante del templo de la Guadalupana para mostrar su supremacía y someterla a humillación.
Es probable que las majaderías confesionales protagonizadas por los políticos actuales no lleguen a la altura sublime de la pendejada mexicana, pero, en el fondo, beben en la misma fuente del oscurantismo y de la superstición religiosa. Una fuente de la que, sin duda, volverán a emborracharse de integrismo católico las autoridades bilbaínas doblando el espinazo ante la amatxo de Begoña y, por supuesto, los peripatéticos alcalde y concejales de Iruña participando en la procesión de san Fermín. En definitiva, la pendejada confesional católica elevada a categoría universal de la estupidez.