La excelencia no es una coincidencia
Cada vez que escucho, leo, traduzco a alguien que al referirse a cualquier actividad artística, cultural o científica dice que lo ideal es buscar la excelencia, rebusco en mi manual del buen troglodita y rebuzno tres veces justo antes de que amanezca el día y me desayune tres presupuestos de su gobierno. Tengo problemas diagnosticados de homofonía reflectante y a veces creo que no quieren decir excelencia sino excedencia. Y entonces sí. La excedencia de todos aquellos que desde la más supina arrogancia fruto de una ignorancia camuflada en títulos, masters y asistencia a cursillos de cristiandad cultural, sería la solución inicial para acabar con este monumento a la mediocridad que se empeñan en llamar excelencia de mercado. O sea, postureo, neologismo académico.
La convención forma parte del pacto social entre lo propuesto y lo aceptado. La excelencia artística, es un suponer, acostumbra a ser un estado de convulsión barroca de baja intensidad, propiciada por el cuñadismo imperante en las relaciones entre el sistema métrico cultural y la tabla de tipos de Pokemon en versión usuario. Si todo vale, es que no vale nada. Si el más listo es nombrado capador, ya no hace falta estudiar corte y confección por correspondencia para fabricar capas. Sin escala de valores puesta en órbita popular no existe la posibilidad de descubrir ningún planeta ni remotos satélites. Entonces yo pronuncio ahuecando la voz: excelencia, el otro escucha excedencia y se acaba con la paciencia común, que no es la madre de la ciencia, sino la asistenta del conformismo.
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