Pablo L. OROSA
Addis Abeba

QEERROO, EL MOVIMIENTO QUE HACE TAMBALEAR AL GOBIERNO DE ETIOPÍA

El nombramiento del oromo Abiy Ahmed como primer ministro de Etiopía es el último intento del Gobierno tigray para contener las revueltas en la Oromía. Pero tras más tres años de protestas, el movimiento Qeerroo exige una reforma profunda que rediseñe los equilibrios de poder.

Con el matrimonio y las obligaciones familiares, a menudo los jóvenes etíopes se alejaban de las reivindicaciones políticas. Así ocurrió durante décadas. Hasta que en 2014 el Gobierno controlado por la minoría tigray comenzó a expulsar a los campesinos oromo de sus tierras para poner en marcha un plan de desarrollo urbanístico en Addis Abeba. Al grito de «reforma, reforma, reforma», los jóvenes del movimiento Qeerroo tomaron de nuevo las calles. Esta vez ni la brutal represión policial consiguió acallarlos. Con ellos, con los jóvenes solteros, salieron también sus padres. Profesores, médicos, pastores o funcionarios dispuestos a hacer lo que en su juventud no se atrevieron. En tres años han conseguido derrocar al primer ministro, Hailemariam Desalegn.

Frente a la ventana del Lalibela restaurant, uno de los cafés más afamados de la capital, el gris que antecede a la tormenta se confunde con el hormigón adusto del Oromía Cultural Centre. No hay nadie en los alrededores. Sólo el gris de las escaleras. Y el de las nubes. Al otro lado de la avenida, centenares de personas acuden al estadio internacional para ver un partido de la liga local. Poco importa que haya empezado a diluviar. La ciudad bulle a la espera de que la lluvia acabe por anegar las calles y se lleve consigo la electricidad. En unos minutos, el ascensor que conduce hasta el despacho de Betsate Terefe, director del Ethiopia Human Rights Council (HRCO), ha quedado inutilizado.

Desde el año 2000, cuando más del 50% de su población vivía por debajo del umbral de la pobreza, la tercera tasa más elevada del mundo, Etiopía no ha dejado de crecer. Más de un 277% de crecimiento económico. Se construyó un tren ligero, embalses y museos en nombre de la diversidad. «En Etiopía hay coches de lujo e infraestructuras modernas, pero todo es propiedad de unos pocos individuos. La gente sigue viviendo bajo condiciones de pobreza extrema», vocifera al otro lado del ordenador, desde su exilio en Bruselas, Yared Hailemariam, uno de los activistas más buscados desde que denunciase ante el Parlamento Europeo la muerte a manos de las fuerzas de seguridad de 192 personas en las revueltas del año 2005.

Con China como socio principal, los grandes proyectos siguen en marcha. Entre ellos un nuevo aeropuerto en la capital. Y decenas de iniciativas urbanísticas que convierten el horizonte de la capital en una sucesión de escaleras hacia el cielo. Esta presión inmobiliaria alcanzó ya en 2014 las áreas colindantes a Addis Abeba. El Gobierno, controlado por la minoría tigray, apenas el 6% de una población de casi 100 millones de habitantes, ultimaba un plan para llevar a cabo nuevos desarrollos urbanísticos en las tierras de los agricultores oromo que rodean la capital.

«El desalojo de los granjeros a cargo del Gobierno Federal sin respetar la autonomía del pueblo oromo es la causa principal de las protestas que se iniciaron en 2014», explica el profesor asociado del Departamento de Estudios Africanos de la Universidad de Londres Etana Habte. Aunque el proyecto fue cancelado tras los brutales enfrentamientos que se saldaron con más de 600 muertos y 20.000 detenidos, la mecha era ya imposible de detener. Los jóvenes oromo habían convertido las calles en su único futuro.

«El Gobierno está matando a mi gente»

A la entrada del Sambódromo, apenas unos metros antes de cruzar la meta que le iba a coronar con la medalla de plata de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, el maratoniano Feyisa Lilesa alzó los brazos, cruzándolos a la altura de las muñecas con los puños cerrados. Millones de televidentes en todo el mundo intentaban entender el significado de ese gesto, repetido semanas después por el atleta paralímpico Tamiru Demisse. «El Gobierno etíope está matando a mi gente. Mis familiares están en la cárcel y si hablan de derechos democráticos los matan. Levanté las manos para apoyar la protesta oromo», explicó Feyisa Lilesa, quien desde entonces vive refugiado en Estados Unidos.

Los puños valientes de Lilesa y Demisse atrajeron la atención mediática a un conflicto silenciado en la propia Etiopía. «No existen televisiones libres en el país y muy pocos periódicos, la mayoría han sido cerrados y sus editores y articulistas encarcelados», señala Betsate, con la luz eléctrica de su despacho todavía ausente tras más de media hora de conversación. «Etiopía tiene un historial como régimen autoritario con poca tolerancia al disentimiento y crítica al Estado. A lo largo de los últimos 27 años hemos visto como han clausurado periódicos independientes y han arrestado o obligado a huir del país a muchos periodistas. Incluso activistas en las redes sociales son perseguidos», añade el periodista Zecharias Zelalem, quien trabaja para varios medios gestionados por la diáspora en Estados Unidos y Canadá.

«Reforma, reforma, reforma»

Esta vez ni el olvido mediático ni la represión policial que se tradujo en la imposición de un estado de emergencia durante diez meses y la masacre de más de cincuenta personas en plena celebración religiosa en Bishoftu lograron detener la movilización del pueblo oromo. Al grito de «reforma, reforma, reforma», el movimiento Qeerroo –literalmente «jóvenes solteros», en la lengua de la Oromía– fue incrementando su respaldo social. «Lo que estamos viendo en los últimos tres años», continúa Betsate, «es que la gente parece haberse cansado de la mala gobernanza. Los etíopes son gente muy religiosa, que no sale a protestar por cualquier cosa, pero se han dado cuenta que tienen que hacer algo más que esperar la intervención divina. Por eso no sólo están en la calle protestando, sino que han organizado huelgas incluso durante el estado de emergencia».

Son los jóvenes estudiantes quienes encabezan las protestas en Adama, Jimma, Legetafo o Addis Abeba, pero a su lado están también sus hermanas y sus padres. «El movimiento Qeerroo incluye hoy a los jóvenes oromo solteros, pero igualmente importantes son los adultos: maestros, agricultores, profesionales de la salud, banqueros, trabajadores públicos y funcionarios del Gobierno. Casi todos los adultos oromo forman parte actualmente de Qeerroo, son millones y millones de personas. Esto es lo que hace tan difícil para el régimen encontrar a los líderes y derrotar al movimiento Qeerroo», subraya Etana Habte.

Han creado una estructura jerárquica por barrios que se encarga de convocar las protestas y alimentar las huelgas y boicots laborales. El último, que se prolongó durante tres días el pasado mes de febrero, fue apoyado por los funcionarios del Gobierno en la Oromía, que decidieron no acudir a trabajar. Apenas tres días después, Hailemariam Desalegn presentaba su dimisión como primer ministro de Etiopía.

El escenario tras la renuncia

«La inestabilidad y la crisis política han llevado a la pérdida de vidas y al desplazamiento de muchos. Veo mi renuncia como vital en el intento por llevar a cabo reformas que llevarían a una democracia y paz sostenibles». Antes de pronunciar estas palabras el pasado febrero, Hailemariam Desalegn ya lo había intentado todo. La represión primero, la liberación de más de 2.000 presos, entre ellos el prominente líder oromo, Bekele Gerbe, después. Incluso intentó lo que el Tigrayan People's Liberation Front (TPLF) «lleva haciendo» desde que tomó el poder en 1991: «Manipular a los demás grupos, señalando a algunos de individuos del partido como corruptos y sacrificándolos para en el fondo no cambiar nada», sentencia Yared Hailemariam.

Pese a representar a una minoría en el país, el TPLF se convirtió tras derrocar al Gobierno comunista de Mengistu Haile Mariam en el grupo dominante dentro de la coalición Ethiopian People's Revolutionary Democratic Front (EPRDF) que controla los 547 asientos del Parlamento. Sus socios, el Amhara National Democratic Movement (ANDM), Oromo Peoples' Democratic Organisation (OPDO), y el Southern Ethiopian People's Democratic Movement (SEPDM), apenas tienen poder real.

«La Constitución dice que cada región tiene el derecho a autoadministrarse, de hecho tienen su propio Parlamento y una estructura regional, pero en la práctica el federalismo no está funcionando en absoluto. El TPLF controla el Ejército, la seguridad y la economía, por lo que controlan todas las regiones», concluye el activista exiliado en Europa.

La insistencia de las protestas del movimiento Qeerroo, en las que se ha llegado a prender fuego a las oficinas del OPDO y a atacar a sus representantes, provocaron a finales de 2016 un cambio de rumbo en este partido. Con el nombramiento de Lemma Megersa y Abiy Ahmed como nuevos líderes, la formación oromo se ha convertido en un partido opositor dentro de la propia coalición de Gobierno.

Al norte de Etiopía, los amhara, el segundo grupo étnico más numeroso del país –un 27% del total de la población– tras los oromo, también han comenzando a movilizarse contra lo que consideran abusos de la oligarquía tigray. En este convulso escenario, la renuncia del jefe del Gobierno, Hailemariam Desalegn, era cuestión de tiempo.

Un cambio insuficiente

«Los verdaderos motivos de su dimisión», señala Habte, «emanan de la incapacidad del régimen para seguir dirigiendo el país en beneficio de los oligarcas del TPLF. Esto funcionó mientras los gobiernos regionales eran títeres en manos del TPLF, pero dejó de hacerlo cuando después de las protestas llegaron al poder líderes que rechazaron el dominio de los oligarcas tigray». Así, tras un cónclave que se prolongó durante diecisiete días, el comité ejecutivo del EPRDF decidió relevar en su cargo a Hailemariam Desalegn. Ni siquiera el nombramiento de Abiy Ahmed como nuevo líder de la coalición y, por lo tanto, primer ministro in pectore ha conseguido calmar los ánimos. «La designación de Abiy está lejos de ser suficiente», afirma Zelalem.

De hecho, la imposición de un nuevo estado de emergencia por seis meses tras la renuncia de Hailemariam Desalegn no ha hecho más que alimentar las protestas: en poco más de una semana son casi 10.000 los refugiados oromo que han huido a Kenia mientras la comunidad internacional permanece en silencio temerosa de que la desestabilización de Etiopía acabe por poner en jaque a toda la región.