Enfadarse con Canadá es como enfadarse con un golden retriever». «Nos hemos peleado con Canadá, un país que dan ganas de abrazar como un jersey de lana». «Parece que nuestro nuevo enemigo es Canadá, el Ned Flanders de los países». A principios de esta semana los shows de comedia política estadounidenses recogían con estupor la noticia del enfrentamiento de Donald Trump con Justin Trudeau durante la cumbre del G7, cuando Trudeau anunció que respondería al proteccionismo de Trump con sus propios aranceles y Trump corrió a Twitter para llamarle débil.

Pocas horas después, en Singapur vimos a Trump decir que el líder de Corea del Norte, un país enemigo con el que nunca firmó la paz, era «un hombre de gran talento», «divertido» y de «gran personalidad» al que había recomendado dejar las armas atómicas y dedicarse a la gestión inmobiliaria. En concreto, le recomendó que construyera cadenas hoteleras en la costa porque «tienen bonitas playas, puedes verlas cuando disparan sus cañones al océano».

De verdad, de verdad que ahora mismo analista de política internacional me parece la profesión más difícil del mundo. Miro el tablero internacional y me siento como si estuviéramos jugando al Risk con las reglas del escondite inglés. ¿La maldición china de ojalá que vivas en tiempos interesantes? Pues ya estamos interesantísimos, felicidades. ¿Soy yo? No creo que haya habido una sola persona en el mundo que hace cuatro años hubiera predecido que entre los países con los que se iba a enemistar Estados Unidos iban a estar Australia y Canadá y que el presidente iba a deshacerse en halagos hacia Kim Jong-Un.

No sé. Igual en otros momentos de la Historia ha pasado igual. A lo mejor, cuando los alemanes entraban en París, Pierre y Françoise comentaban «mira, pues esto sí que es nuevo». Personalmente, confieso que no sé si es buena o mala esta sensación extraña y vertiginosa que da imaginarse un futuro en el que tan posible parece un resort de vacaciones en Pyongyang como una zona desmilitarizada desde Ottawa a Saskatchewan.