El camarero, ese maldito testigo sobrio de las andanzas nocturnas
El año pasado repasamos las anécdotas que guardan los botones de hotel. En estos sanfermines, nos centramos en algunas batallitas de camareros. Esta profesión de riesgo durante los nueve días de locura nos ofrece un ángulo interesantísimo para un sesudo análisis sicológico de la fiesta. Cuchillos, váteres, amores y sueños interrumpidos conforman un relato con la imbecilidad como gran protagonista. Los camareros son un filón. Quizá repitamos experimento.

Aquel día, el Iruñazarra parecía un bar del lejano Oeste. En una punta de la barra, había un tarugo de Iparralde. Y en la otra punta, un lamentable ejemplar de la especie humana. El primero lanzaba un hielo deslizándolo por la barra hasta los dominios de la testuz de su amigo. El hielo cruzaba todo lo largo de la barra como los txupitos de güisqui de las películas de vaqueros. Pero, en lugar de pimplárselo como un pistolero con cara de malas pulgas que acaba de cruzar un desierto, el lamentable ejemplar de la especie humana lo que hacía era tratar de partirlo de un cabezazo. Sorprendentemente, no era un único idiota el que escachaba hielos con su frente. Sino que esta imbecilidad la hacía toda la cuadrilla por turnos. Y no siempre acertaban al hielo. Se conoce que ahí residía la gracia.
Anécdotas de este tipo las atesora uno de los personajes más peligrosos de la fiesta: el camarero. Por lo general, el camarero es el aliado natural del sanferminero, cuando no su auténtico ángel de la guarda. Son serviciales, eficientes, atentos y, precisamente por eso, muchas veces la gente se olvida de una cosa: los camareros suelen estar sobrios. Y un testigo sobrio es lo último que uno quiere encontrar en la vorágine sanfeminera.
Un veterano tras la barra de uno de los principales bares de ambiente de San Nicolás explicó cómo libró a otro remedo de persona de que lo desnucaran. Todo el mundo sabe lo complicado que es mear en una taza de váter durante las fiestas. Hay que esperar muchísimo. Pues bien, un tipo con una kurda monumental esperó tanto que cuando le llegó el turno de atinarle a la taza con el pinganillo, se desplomó roque en el Roca.
El problema vino porque, afuera, había otras vejigas llenas hasta rebosar. Y aquel mozo había caído tan seco que no había forma de que se despertara. Tan fuerte aporrearon la puerta, que acabó saltando la barra el camarero. «Fácilmente llevaría dormido media hora. La puerta del baño era de estas que no cierran del todo por abajo, sino que solo llegan hasta los tobillos», recuerda el barman. Para cuando llegó, los meones habían pasado sus brazos por debajo de la puerta y lo habían enganchado por los pies. Pretendían sacarlo como fuera. Su intención de orinar en la taza era muy cívica y loable, pero el riesgo de que el dormido se llevara un tortazo monumental y acabara con traumatismo o sin dientes resultaba inasumible para el tabernero.
Sin necesidad de cambiar de calle, en lo que antes era el bar Iru, también guardan una anécdota de baños que, aunque tenga un punto escatológico, conviene desempolvar. Un guiri grandón salió del tigre en heroica pose con un complemento muy particular. «El tipo llevaba levantada sobre la cabeza la taza, agitándola como un trofeo. Parecía que había ganado el Mundial», dice Aitor. Este camarero se vio en la tesitura de intentar frenar aquella barrabasada, pero desistió tras pensarlo mejor. «Le caían los líquidos por la cabeza, por todo el pelo. Si le detenía, tenía que hacerme cargo de aquella taza. Y yo no lo quería tocar eso por nada del mundo. Le dejé que se le llevara. No sé dónde acabó. Al día siguiente, pusimos una nueva».
Aitor guarda otra historia, no tan espectacular, pero sí inquietante. «Una vez vi a un tipo dormido de pie –manifesta–. Únicamente tenía los pies en el suelo y la nuca sobre la barra». El camarero escenifica la pose colocándose de espaldas a la barra, arquea la espalda hasta tocar el borde con la parte posterior de la cabeza y junta las manos sobre la tripa entrecruzando los dedos como un monje barrigón. «No te lo creerás, pero así estuvo más de veinte minutos mientras nosotros nos descojonábamos. Al final, por miedo a que se metiera una talegada de espanto, acabamos por despertarlo», recuerda.
Volviendo al Iruñazarra, se puede rescatar una anécdota con tinte sexista por su final inesperado. Una cuadrilla comenzó a molestar a una de las cocineras, de origen ruso. El valor de los matxirulos duró poco, pues el marido de aquella mujer también trabajaba en esa cocina y salió a poner orden. El camarero que lo vio todo tiene la teoría de que el cuchillo cebollero que llevaba el cocinero en su mano derecha influyó en la estampida de los acosadores.
Con tanto guiri hasta arriba de elixir, el idioma es otro obstáculo que tienen que superar los afables camareros. En su primera experiencia como tabernera, Itziar observó como varios franceses se acercaban a la barra al grito de «ica, ica». Agobiada, llegó a la conclusión de que dichos clientes eran de Iparralde y que estaban buscando a alguien que supiese hika, dialecto del euskera. Entre risas de sus compañeros, Itziar finalmente comprendió que lo que estaban implorando aquellos gabachos era “Ricard”, un licor francés.
Víctima de un malentendido y de la inexperiencia también fue la camarera del bar Temple, cuya especialidad es el «moscovita». Precisamente, un grupo de australianos leyeron las buenas críticas que recibía dicho frito, aunque lo que pidieron fue un «vietnamita». Cuando esta entró a la cocina pidiendo un «vietnamita», los cocineros no pudieron evitar soltar alguna carcajada.
A veces, hasta a los camareros les cuesta mantenerse al margen. Kimetz, barman del Aizpiltze, no dudó en saltar la barra y marcharse con la clienta con la que había ligado, sin ninguna intención de terminar su turno.
Moreno y Lisci, dos trayectorias de menos a más en Osasuna

«Elektronika zuzenean eskaintzeko aukera izango dugu orain»

«Gizarte aldaketa handi bat» eskatu du euskararen komunitateak

ASKE TOMA EL TESTIGO DEL HATORTXU EN ATARRABIA
