David GOTXIKOA
FESTIVAL DE JAZZ DE GASTEIZ

LA MINGUS BIG BAND REVIVE EL LEGADO DEL GRAN CONTRABAJISTA

CARLA BRUNI OFRECIÓ UNA COQUETA SELECCIÓN DE CLÁSICOS DE POP Y ROCK, INTERPRETADA SIN ALMA NI CONVICCIÓN. LA EXPECTACIÓN SUSCITADA POR SU VISITA A GASTEIZ NO FUE SUFICIENTE PARA LLENAR EL POLIDEPORTIVO DE MENDIZORROTZA.

Como ya advertimos a propósito de la Noche Góspel, desvestir a la música de su emotividad o su peligro la convierte en papel de pared, en un fondo agradable para la conversación o un tono de llamada en espera. Sin recursos vocales ni carisma escénico, el esperado concierto de Carla Bruni transcurrió sin gracia ni ritmo y bordeando en ocasiones la estética de una amenización propia de Marina D’Or. Su registro natural está en los murmullos en francés, cuya dicción y fraseo domina con mayor musicalidad. Fuera de eso, la certeza de que si la popularidad no la precediera jamás podría pisar un escenario, y que la apuesta por cederle el protagonismo de esta 42ª edición para abarrotar el polideportivo ha resultado ser un tiro en el pie. Con todo, a la salida del recinto no faltaron entusiastas esperando a que la diva les firmara algunas portadas de “Vogue”. Nos encantaría tomarlo a broma.

La Bruni es un producto diseñado para agradar sin estridencias, que comparte con Pícara de los X-Men el superpoder de arrebatar la vida de todo cuanto toca. Da lo mismo que sea “Enjoy the silence” (Depeche Mode), “Miss you” (The Rolling Stones) o “Stand by yor man” (Tammy Wynette). Lo más parecido al jazz que pudo ofrecer fue su versión del “Jimmy Jazz” de los Clash, y el estropicio que hizo con “Highway to hell” –manita cornuda incluída– merecería una mención aparte…, pero lo dejaremos aquí.

Si Carla Bruni parece recién venida de donar sangre, los catorce músicos que componen la Mingus Big Band se presentan como si acabaran de cenar bien y a gusto. El riff de contrabajo de “Haitian fight song” atrona para borrar cualquier recuerdo de la supuesta estrella de la función, e instantes después la máquina resulta ya imparable. La música ejecutada por la orquesta que creó Charles Mingus (Nogales, 1922 - Cuernavaca, 1979) sigue sonando metódicamente desordenada e intensa, lúbrica, urbana y romántica. Tal como al jefe le habría gustado, tal como era Mingus, apasionado de Duke Ellington y New York City, del blues y el góspel.

Son treinta años de rodaje manteniendo viva la llama del genio, impresa en unas partituras que el colectivo recrea de forma granítica, con un puñado de solistas superlativos –monumentales Wayne Escoffery al saxo tenor, Conrad Herwig y Robin Eubanks al trombón, y un inflamable Theo Hill en el piano, por citar a unos pocos– y una rítmica formada por Boris Kozlow (contrabajo) y Donald Edwards (batería) que empuja como un ariete. “Invisible lady”, “GG train” o “Cumbia & jazz fusion” fueron algunas de las perlas que sonaron a lo largo del concierto, elecciones no tan obvias dentro de un legado tan enorme y rico que permite diseñar una infinidad de repertorios igual de interesantes. Si no eran la noche o el contexto más favorables para disfrutar de algo así, hay que reconocer que al menos la estampida del público atraído por el primer acto no fue tan sonrojante como se podía prever, aunque ni el ambiente más gélido habría podido hacer descarrilar el tren que gestiona la viuda de Mingus, Sue.

Hubiera sido una pena: en Gasteiz no teníamos la fortuna de escuchar una big band de este nivel desde 2014, con la visita de la Darcy James Argue’s Secret Society, y hace demasiado que la Mingus no paraba por aquí. Confiemos en que no vuelva a transcurrir tanto tiempo, pues noches como esta nos permiten reencontrarnos con la auténtica esencia de esta música y de uno de sus renovadores más influyentes y legendarios. Y, tanto o más importante, suponen una lección completa de pedagogía para aficionados noveles, por aquello de renovar las audiencias.