Ane URKIRI
MIGRANTES SUBSAHARIANOS EN IRUN

IMPULSO DE SOLIDARIDAD PARA CRUZAR LA FRONTERA

Cada día hay caras nuevas, y cada día hay quien se ausenta. Llegan desorientados, pero la mayoría conserva las ganas de cumplir su objetivo: llegar al Estado francés, donde a veces les esperan familiares, o más al norte aún. El primer paso para ello es pasar la muga.

Ayer, viernes, unos 30 migrantes durmieron en el aparcamiento de la estación de ferrocarriles de Irun, y exceptuando tres, los demás eran nuevos por esos lares. El tránsito de los subsaharianos no cesa en la localidad fronteriza y para atender sus necesidades básicas resulta indispensable la ayuda del dispositivo de la Cruz Roja, así como de los voluntarios, vecinos de a pie de Irun. Porque el operativo «oficial» –por así llamarlo– no llega para cubrirlas en su totalidad. El más rápido, el más atento, tendrá su día cubierto si «reserva» uno de los 28 tickets que ofrece la Cruz Roja, en el que entran cama, ducha, comida y cena –la alimentación corre a cargo de la Fundación Rais–.

No hay sitio para todos, por lo que la buena intención de los vecinos, gestores del antiguo gaztetxe Lakaxita, resulta clave para suministrar la comida a alrededor de treinta personas, como ocurrió en la noche del jueves (las que pasaron la noche en la estación). En teoría, cuentan los voluntarios, el Ayuntamiento prometió bocadillos a los que no obtuviesen el ticket, «pero la tarde y noche del miércoles los dejaron tirados». Los miembros de las diferentes asociaciones también se vieron obligados a improvisar el jueves, mientras aseguran que nunca han visto la presencia de ningún representante del Gobierno municipal en el patio de los Servicios Sociales, «aunque el alcalde aseguró que Irun iba a ser ciudad de acogida cuando desembarcó el buque Aquarius».

Afirman que la falta de coordinación es brutal a pesar de la mesa de coordinación en Gipuzkoa que se celebra semanalmente. Y lo ven comprensible en parte dada la situación, «pero que no prometan una cosa que luego no vayan a cumplir», piden.

Estos activistas llegan al viejo centro hospitalario ubicado en la plaza Urdanibia con bolsas repletas de ropa y, sobre todo, calzado para que estas personas puedan seguir en condiciones su travesía, porque la mayoría llegan con simples chancletas. Son considerados, por los propios migrantes, «Mamá África» y «Papá África»; en la Cruz Roja se les ofrece atención sanitaria y la sede de SOS Racismo de Bidasoa se ha convertido en un almacén de ropa. Allí se reúnen cada mañana, después de informarse de la cantidad de personas necesitadas de vestimentas. «Y si hay que hacer una segunda vuelta, lo hacemos», comenta Jesus, que se considera «un voluntario de la sociedad civil».

Algunos ayudan con la recogida de ropa, otros cocinan, otros se han sumado porque saben hablar en francés... Cada uno echa una mano con lo que sea y todos ellos ayudan en la gestión de la transacción de dinero. Sin papeles no pueden ni recibir ni enviar dinero, por lo que aliarse a los voluntarios es una de las necesidades básicas. Unos ya conocen el «circuito» entre la estación, Lakaxit y la plaza Moscú –aunque los voluntarios siempre aparecen a las 9.00 por si alguien necesita indicaciones–.

En el centro de los Servicios Sociales encontramos a la mayoría. Se ha convertido en el espacio de reunión, aunque constatan que algunos suelen andar «a su aire». Dos hermanos que llegaron ayer se sorprendieron al toparse en Irun con otros con quienes entablaron amistad en su estancia en Marruecos, y Silvia –una de las voluntarias– admite que le emocionó presenciar ese encuentro «tan inesperado».

Cada historia es un mundo; cada travesía, un drama. Y es que muchos de ellos salieron de su país natal hace ya tres años. Recorrer África les lleva gran parte del tiempo, en el que deben lidiar con las mafias allá donde vayan. Cruzar el Estrecho tampoco es lo más sencillo, y una vez en Andalucía se les ofrecen autobuses hacia el norte. Es así como la mayoría recala en Irun, con esa sensación de ver de cerca otro paso de muga.

Romeo, convertido en anfitrión

«Hicieron mi registro en Algeciras y me llevaron a Málaga en un autobús. Allí nos dejaron en la estación, sin ayudas. Unos días después la Cruz Roja nos propuso un autobús a Barcelona, y después de atendernos durante un día, nos dejaron en la calle con 80 euros. Me fui a Bilbo, dormí unas noches en la estación y cogí un autobús hacia Irun». Es ahí donde Romeo se encuentra ahora, paseando, sin soltar su móvil ni los auriculares, alrededor del antiguo hospital.

Este joven de Costa de Marfil es un ejemplo peculiar, puesto que ha decidido no pasar la frontera. El jueves estaba a punto de llegar al límite de la estancia en el dispositivo oficial, que no permite pernoctar durante más de cinco días. Sin embargo, por una serie de circunstancias –la llegada de un compañero enfermo, con ausencia de oxigeno– cedió su sitio. Se ha convertido en una especie de anfitrión y asegura estar bien, aunque una vez pasado el límite de días en el dispositivo oficial se tenga que quedar en la calle. Es futbolista y los solidarios aseveran, no tan en bromas, que ya han entablado conversaciones con el Real Unión.

Su migración se debe a la religión y Rocío, abogada y miembro de Adiskidetuak, le ha ofrecido asesoramiento judicial por si tiene posibilidades de pedir asilo. Con 23 años ha dejado atrás su tierra y una familia con la que ha terminado todo tipo de relación. Él es católico y su familia, musulmana.

Costa de Marfil, Malí, Argelia y Marruecos fue su travesía –los momentos más duros lo pasó en Argelia, en el desierto– y una vez en Marruecos «intenté llegar a España 20 veces y llegué a la vigesimoprimera intentona, alquilando colectivamente una barca y remando durante 12 horas hasta Algeciras».

Optimismo y tenacidad

Ismael, de Guinea Conakry, relata que también remó durante 14 horas para llegar hasta la costa de Barbate. Al igual que Romeo, partió de su tierra en el 2015 y pasó por Senegal, Mauritania y Marruecos. Asegura que solo una vez se ha puesto en contacto con las mafias y fue para cruzar el Estrecho, a cambio de 150 euros. Durante toda esa travesía de tres años, «he dormido en la calle».

«Toda mi familia está en Paris», dice, y enseña que no le funciona el móvil por una avería a la hora de cargar, por lo que no puede entablar conexión con ellos. Y lo que es peor, no puede recibir dinero. Ayer intentó pasar la frontera, pero fue capturado y llevado inmediatamente a la zona irundarra. «Hoy lo voy a volver a intentar», cuenta lleno de coraje este joven que tiene título de piloto de tren.

En Urdanibia hay opimismo y camaradería. Saludan con la mano, las mujeres con dos besos, y un «hola, ¿qué tal?» no falta. A pesar de la dureza de la situación, no se les borra la sonrisa. Y menos aún cuando llega «la alegría de la casa», un niño de 5 años, acompañado por su padre y su madre embarazada. En el caso de esta familia el protocolo es distinto, se trata de una situación excepcional, por lo que están pernoctando en un hostal del municipio.

Sin embargo, no tienen todo lo que necesitan. El padre, un poco desesperado, trata de encontrar ayuda para el intercambio de moneda, mientras la madre trata de convencer a los voluntarios de que necesita ropa interior más ancha. Su hijo, asustado con un perro, está en chanclas, sin calzoncillos, tiene toda la ropa húmeda y preocupa su tos. Pero parece que a él nada le importe.

Conoce a todos los voluntarios, así como a Felix y otros migrantes que tienen el mismo objetivo. Un destino al que han llegado al menos dos jóvenes, menores de edad, que tenían su familia en Paris. Los voluntarios admiten que es un alivio saber que han llegado bien, «porque en algunos casos sabemos que han llegado a pasar la frontera pero no sabemos dónde ni cómo están». Es el caso de una mujer y su hijo, que llegó hace dos días y decidió partir ayer mismo. No saben de su paradero.

Dicello y Baldé, de Guinea Conakry, con ganas de hablar, cuentan que hace unos días fueron interceptados en Burdeos. Es decir, consiguieron recorrer 215 kilómetros y la Gendarmería francesa les devolvió a Irun. «Vuelta a empezar», expresan sin perder el ánimo ni las ganas de charlar. Volverán a intentarlo hasta llegar a su destino: París, donde les esperan familiares y conocidos.

Son optimistas, no les queda otra. Las devoluciones en caliente son una piedra más en el camino y la tenacidad puede ser su gran virtud. Ahora está por ver cómo afronta Irun esta situación «extraordinaria», pero da la impresión de que perdurará, al menos, la llama de la solidaridad de los vecinos.