Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Lo que viene

Toca hacer de pitonisa ahora que nuestro planeta ha consumado un giro completo alrededor de su estrella. Es la costumbre. Lo hace cada día, según el punto de referencia inicial, algo que por estos lares nos aboca a 2019. Los chinos aún navegan en su año 4715, los hebreos en el 5778, los musulmanes en el 1439, los budistas en el 2559 y aquel imperio que fue, el maya, andaría por el 5131.

Los agoreros comprimen sus previsiones, ya sea en un calendario ya en otro, para conformar las grandes tensiones que, en esa prolongada guerra asimétrica, dialéctica y/o bélica, nos acogotarán en los próximos meses. La subida del diésel, el continuum de las migraciones, el impuesto a la riqueza, el alza de las pensiones, la continuidad de los chalecos amarillos… podríamos completar folios y folios con previsiones similares.

Pero hay una que destaca sobre todas y que, como se escribe ahora, es transversal a todas ellas: la pujanza de los «nacionalismos». Sabemos de la vitalidad de hipernacionalistas como Trump, Putin u Orban. Pero en la tierra que alcanza de los Pirineos a Gibraltar, no se incide en la crítica al recorrido de los nacionalistas asentados y expandidos, sino en la de los que no alcanzaron su soberanía cuando les tocaba, y ahora se movilizan por ella.

Es significativo que escritores como Stefan Zweig hayan sido llevados a los altares políticos por sus memorias, en las que alababa el imperio austro-húngaro. Precisamente por su idea sobre un proyecto uniformador. El imperio austro-húngaro desapareció en 1919 y en la actualidad su territorio se extiende en 13 Estados europeos, desde Ucrania hasta Serbia. Aquel libro llevó al diario “El País” a titular un comentario literario de forma política: «Los nacionalismos que envenenaron a Europa. La inclusión de todos los ciudadanos en un mismo Estado ha logrado solucionar problemas que parecían imposibles».

Más recientemente, nos han embocado la lectura con un esperpento literario de un escritor en castellano que ha vivido más de la mitad de su existencia en Hannover. Un fenómeno inducido que ahora van a convertir en serie televisiva o algo por el estilo. Leí hace ya unos meses su trabajo, con los ojos torcidos cada uno en una dirección para llegar con celeridad a sus últimas páginas. Tópico sobre tópico al que faltaba una melodía que bien la podría haber compuesto Juan Tellería, hijo de Zegama y compositor del “Cara al sol”.

Resulta sorprendente que las letras colmadas sobre nacionalismos que no se corresponden a los Estados nación construidos a fuerza de sables y descargas de pólvora, sean reprendidas como si se trataran de ataques al derecho natural que nos legó un ente superior, divino o principesco. La patria del autor de Hannover, que afirma sentirse en la ciudad alemana como en Valladolid, debe de ser la universal. La que banaliza y sobre todo parodia es la periférica, en este caso la vasca. En la trastienda, la catalana, sufre, por extensión, la misma lectura.

Patria, sin embargo, no hay más que una, como dice la propia Constitución española, como señalaban ya los Principios del Movimiento, la constitución franquista. El resto periférico son legados regionales, folclorismo de fin de semana e inquina hacia esos valores eternos cuyos paradigmas se concentraron en la personalidad de Don Pelayo, el Cid Campeador, la reina católica o, surcando el tiempo, Bernabéu, Manolete y Aznar, el de efímero bigote.

El fenómeno de “Patria” ha ido paralelo a otro que se ha deslizado en las mismas coordenadas: la contracción de la derecha española en los estandartes de una marca hasta entonces escondida, la del neofranquismo. Las alianzas entre Vox, PP y Ciudadanos tras las recientes elecciones andaluzas sugieren la expansión de su consorcio al resto del Estado español. España se cimenta no tanto por su tejido social y creativo, sino por la construcción de su enemigo. Los perfiles y movimientos de Casado, Rivera y Abascal, machos alfa en la dialéctica diaria, reafirman la idea de que Cataluña, Euskal Herria, migración, feminismo, sindicalismo no sumiso, republicanismo, laicismo… son enemigos a batir, tanto en las urnas como en los juzgados.

La comparación del ascenso de la llamada ultraderecha con procesos similares en Europa quiere restar trascendencia al supuesto viraje político español. Sin embargo, la bestia nunca se ha ido de España. La Transición de 1978 fue diseñada por la elite franquista y el Estado de las autonomías fue desplegado para afrontar una situación prerrevolucionaria en Catalunya y en especial en Euskal Herria.

La incursión del Estado en las instituciones internacionales, desde la Unión Europa hasta la OTAN, pasando por su estancia temporal en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, asentó el proyecto transitorio. Pero el poso sociológico de una sociedad educada en valores patrios (españoles) y en la permanente construcción de ese enemigo siempre interno, se sintetiza en el artículo 30 de su Constitución: «los españoles tienen el deber de defender España». Nada nuevo desde el “Cara al sol” telleriano.

El quid de la cuestión se revela precisamente en la interpretación de esa «defensa» de España. Carlos Monedero lo resumió en una frase antológica hace un par de semanas: «la violencia en España es estructural y la dictadura la consagró como sinónimo de la patria». Así es, efectivamente. Ese fue el terreno al que abocaron a los partidos y sindicatos antifascistas de la Segunda República hispana, al que indujeron para hacer una oposición consecuente a una generación de jóvenes vascos que no había conocido la guerra, en el que encajan en la actualidad el llamado «conflicto catalán».

Un terreno en el que se sienten cómodos, porque forma parte del ADN de esas elites políticas y económicas que conformaron la naturaleza de España. Desde sus grandes decisiones, modelo de Estado, hasta sus más pequeños detalles, tauromaquia, por ejemplo. Dijo Felipe II que en su imperio jamás se ponía el sol, aludiendo a la extensión del mismo. Su sucesor, cuatro números romanos más tarde, está en las mismas, aunque con su territorio menguado.

Una de las cuestiones más relevantes en la construcción de ese relato es la del victimismo, tal y como lo hizo en el libro el escritor español afincado en Hannover. Tal y como lo hace aquel otro escritor peruano nacionalizado español en 1993: «El nacionalismo no responde a la racionalidad ni al conocimiento». Se refería a Cataluña, a cuyos habitantes señalaba como catetos, analfabetos. No se refería, es obvio, a ese nacionalismo español que campa a sus anchas, con impunidad incluso cuando sobrepasan las marcas de esa entelequia que llaman democracia.

La raíz del concepto de España está sustentada en valores que no tienen para nada tintes democráticos. Siempre ha tratado a sus disidentes como anormales, en el sentido que la normalidad solo puede tener una única definición, la que disgrega a sus vecinos entre «buenos» y «malos», en algunas etapas, entre «vencedores» y «vencidos». Y aunque esa tendencia ha sido generalmente aplicada a los disidentes nacionales, los que teníamos otra comunidad nacional como referencia, no hay que olvidar que también lo fue, y lo es, contra esos españoles que han promovido otro tipo de relaciones de poder, que han perseverado en sus proyectos por voltear el concepto histórico de España desde una trinchera social. Los republicanos que marcharon al exilio y concluyeron su existencia en Dachau o en un cementerio de Argentina, fueron catalogados como apátridas. No merecían la nacionalidad española, la clásica.

Hoy, en esas previsiones que tocan, la naturaleza hispana «políticamente correcta» se estimula. Siempre ha estado ahí, jamás se fue. Sucede que ahora ha apretado el acelerador. Por eso, y sin tener nociones del futuro más que la de la intuición, los meses siguientes van a estar marcados por una estrategia hispana asentada en sus pilares de siempre: jueces, fuerzas armadas, policía y… la mentira como relato para su cohesión.