Raúl Zibechi
Periodista
GAURKOA

Colombia: medio país en las calles

El Gobierno de Iván Duque, como todos los que lo antecedieron en las últimas dos décadas, aplica los principios de la guerra a la movilización social, tratando a los movimientos indígenas, afros y campesinos como si fueran un ejército en armas. La Minga indígena lleva casi un mes de movilizaciones cuya mayor expresión son los masivos cortes de carreteras ante la negativa del Gobierno a negociar.

Comenzó el 10 de marzo y se extenderá, probablemente, hasta Semana Santa, completando un mes y medio de movilizaciones que trastocan la vida económica del país y ponen en jaque a un presidente cuestionado pero que mantiene el apoyo de la clase media urbana. La Minga es una práctica ancestral de los pueblos originarios, que puede traducirse como trabajo colectivo solidario o ayuda mutua entre familias o comunidades, anclada en las cosmovisiones de los pueblos.

Las razones del movimiento se explican por el constante incumplimiento de los acuerdos firmados bajo el Gobierno anterior, de Juan Manuel Santos, a lo que debe sumarse la crisis social y económica, y la violencia contra los movimientos sociales que se cobra la vida de dirigentes y referentes con crímenes casi diarios, no reivindicados por ninguna sigla pero que siguen un patrón común.

La criminalización de la protesta y la vulneración del derecho a organizarse son prácticas habituales en Colombia, desde la Colonia. El día 31 de marzo un helicóptero de la fuerza aérea lanzó miles de panfletos, sobrevolando una de las concentraciones de la Minga, con acusaciones falsas que no toman en cuenta que en los cortes de rutas han dejado corredores para el paso de ambulancias y otras emergencias.

La Minga actual tiene algunas características que la distinguen de las anteriores. Aunque suelen comenzar en el Cauca, la región con mayor presencia indígena de Colombia, esta vez arrancó de forma simultánea en varios departamentos: Nariño, Caldas, Huila, Antioquia y Valle del Cauca, además del Cauca.

La segunda es que se trata no solo de una Minga indígena, porque participan también afrodescendientes y campesinos, que reciben apoyo solidario de sectores urbanos que poco a poco se van implicando en la movilización. El sector político social más implicado es el Congreso de Pueblos y la Cumbre Agraria y Campesina, articulaciones de los más activos movimientos sociales del país, que ya en 2013 protagonizaron un paro agrario tan contundente que el Gobierno de entonces se sentó a negociar.

La movilización no es improvisada sino el resultado de consultas y coordinaciones que vienen de tiempo atrás. En febrero se reunieron 380 delegados de 170 organizaciones, para poner en común opiniones sobre el Plan Nacional de Desarrollo (PND) del Gobierno. Constataron que no había un capítulo dedicado a los pueblos originarios que, desde el principio, temen que no haya inversiones significativas según lo acordado con el Gobierno anterior.

La tercera es la creciente articulación rural-urbana. La Central Unitaria de Trabajadores convocó una movilización nacional para el 25 de abril, coincidiendo con la etapa final de la Minga, a la que se sumarán organizaciones campesinas afectadas por el programa de sustitución de cultivos ilícitos (léase hoja de coca), y de cultivadores que se oponen al uso del glifosato.

Jimmy Alexander Moreno, vocero nacional de Congreso de los Pueblos y de la Cumbre Agraria, declaró a la página “pacifista.tv”, que la Minga en curso es apenas la primera de una seria de movilizaciones de los pueblos y poblaciones afectadas por el despojo de sus tierras, como consecuencia de la profundización del modelo extractivo. La violencia contra los movimientos debe interpretarse en ese contexto: los pueblos son obstáculos para la acumulación por despojo que caracteriza este período de hegemonía del capital financiero.

Estas confluencias que se expresan en la Minga han hecho posible tanto su masividad (se calcula que hay 25.000 personas en las carreteras, acampadas o movilizadas de forma permanente), como su permanencia en el tiempo, algo que solo los sujetos colectivos rurales hacen posible. Según Morales, se han acumulado muchos malestares que llevan a los movilizados a exigir «el respeto por las consultas populares y las consultas previas y las garantías para los cultivadores de coca, marihuana y amapola, quienes están pidiendo que no se les erradiquen los cultivos sino que se incentiven sus proyectos de economía campesina» (“pacifista.tv”, 1 de abril de 2019).

Pero lo más trascendente es que la Minga saca a la superficie la continuidad de la guerra pese a los acuerdos de paz firmados por el Estado y las FARC. Para las clases dominantes colombianas la guerra solo se termina el día que consigan aplastar toda oposición: política, social y hasta cultural. Estos días en Bogotá pueden verse manifestaciones de estudiantes de colegios públicos y privados, sin que ningún uniformado las interfiera. Pero movilizaciones similares en la zona sur y pobre de la ciudad, o en las áreas rurales, son inmediatamente rodeadas y amenazadas por los escuadrones móviles antidisturbios.

Días atrás se produjo la primera muerte de un manifestante en la Minga, según denuncia del Consejo Regional Indígena del Cauca, una de las principales organizaciones que están cortando la estratégica carretera Panamericana que corre de sur a norte. Porque la cultura política consistente en resolver los conflictos y contradicciones mediante la violencia, y sentarse a negociar solo para ganar tiempo mientras se prepara la represión, no ha cambiado pese a la modernización y urbanización del país.

Se trata de una cultura colonial y patriarcal, adaptada para sus nuevos intereses por las elites económicas que, sin embargo, se siguen apoyando en los grupos paramilitares y en el narcotráfico para contener la protesta social. Una cultura que el expresidente Álvaro Uribe inmortalizó con una frase: «le rompo la cara marica». Si alguien pensaba que los acuerdos de paz cambiarían esta realidad, los hechos están mostrando lo contrario.