En la memoria todavía resuena, con mucha fuerza, aquella revelación que supuso “El secreto del libro de Kells”, una pequeña-gran joya de la animación que sobresalió muy por encima de la media de dicho cine por el exquisito uso de la técnica 2D, pero sobre todo por la pureza de una historia que, a pesar de que se situaba en uno de los períodos más oscuros de la historia de la humanidad, se las ingeniaba para arrojar rayos de luz en el corazón de sus personajes. Y de paso, en el nuestro.

“El pan de la guerra (The Breadwinner)”, es el segundo largometraje de Nora Twomey, una de las directoras de aquella perla, y el primero de esta en solitario. Es una especie de prueba de fuego para ver si aquel descubrimiento obedecía a una flor de un día, o si por el contrario, era el síntoma de un talento que podría seguir dando muchas alegrías. Por suerte, ya se puede decir, es lo segundo. La trama vuelve a rodearnos de oscuridad: la acción tiene lugar en el Afganistán donde los talibanes empiezan a implantar sus crueles e implacables leyes. Para complicar aún más el asunto, la protagonista de esta función es una niña cuyo padre ha sido preso por dicho régimen, pues es considerado como un enemigo de la religión islámica.

Impedida por su propia condición (la barbarie ya tiene esto), decide hacerse pasar por un niño, para así poder salir libremente a la calle y encontrar a su ser amado desaparecido. Empieza así una aventura urbana llena de peligros. Los ojos acechantes del nuevo gobierno están por doquier, pero la joven e intrépida protagonista aprende a esquivarlos (y ahí está el qué) con el precioso arte de contar historias. Pinceladas de las mejores películas de Michel Ocelot dan color a una propuesta que, precisamente, convierte el acto de colorear en un gesto heroico. Nora Twomey nos dice que a las bestias se las amansa a base de cuentos, es decir, recordándoles que la imaginación es el tesoro que nos hermana a todos.