Mikel ZUBIMENDI
OBITUARIO

Camaleón político que manejó con maestría el arte de la seducción

Pícaro y afable, con un estilo personal inconfundible, Jacques Chirac falleció ayer a los 86 años tras forjarse una de las carreras políticas más longevas de Europa. Jefe de Estado desde 1995 hasta 2007, llegó a ser dos veces presidente, dos veces primer ministro y alcalde de París durante 18 años. Y aunque su presidencia estuvo marcada por el estancamiento y la inacción, dejando un país más dividido, endeudado y con más paro que el que se encontró cuando llegó al cargo, será recordado como uno de los políticos franceses favoritos.

Chirac siempre tuvo una capacidad excepcional para la seducción. Encantó al público durante décadas con sus apretones de manos; acariciaba a sus perros, fumaba Gitanes y bebía cerveza como el pueblo; necesitaba como el aire llegar y tocar a la gente, fueran granjeros o pensionistas, fuera la reina Isabel II o la canciller alemana Angela Merkel.

Tuvo un aire de monarca republicano que nunca tuvieron sus sucesores Sarkozy u Hollande. Y también dotes camaleónicas, con capacidad de ser una veleta para cambiar de posición política según le convenía. En los 70, era partidario de una economía controlada por el Estado; en los 80, abrazó el liberalismo de Reagan y Thatcher; nada más llegar a la Presidencia, reanudó los ensayos nucleares franceses en la Polinesia y, en 2002, aparecía como el más ecologista; euroescéptico en los 70 y ardiente defensor de la Unión Europea una década después. Criatura de mayo del 68, pero del otro lado de la barricada, nunca le importó la ideología. Podía ser un defensor del «trabajo a la francesa», aparecer como un autoritario o como un ser flexible, según las circunstancias, liberal ahora y gaullista luego.

Durante su carrera de 43 años, Chirac también jugó un papel de «bulldozer», de «asesino» especializado en cargarse políticamente a adversarios internos. Siempre fue un guerrero político, cínico cuando debía serlo, habituado a las traiciones que él mismo practicó en no pocas ocasiones. Políticamente, fue un experto en disparar emboscado, en aliarse entre bambalinas, en matar sin decir palabra. Y siempre fue tenaz. Intentó derrocar en dos ocasiones a Mitterrand y falló en ambas. Pero siempre tuvo una gran capacidad de encajar los golpes y volverse a poner en pie. Fue parte de su encanto.

A nivel internacional, será recordado por su fuerte oposición a la guerra de Irak y por ser el primer presidente que rompió el tabú de la colaboración «del pueblo y del Estado francés» en el envío de 76.000 judíos a los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial. Pero, de la misma forma que hizo frente al triunvirato Bush-Blair-Aznar en contra de la aventura bélica en Irak, no dudó en alinearse con el presidente español en su política represiva contra la resistencia vasca.

Gaullista agresivo, por momentos letárgico y ajeno a los cambios de humor de la opinión pública, supo hacer gestos potentes que agradeció la izquierda. Por ejemplo, votó por la abolición de la pena de muerte, apoyó a Simone Weil en la interrupción voluntaria del embarazo, limitó el mandato del presidente de siete a cinco años e instauró un impuesto mundial en los billetes de avión en favor de los pobres del planeta.

Fue un conservador heterodoxo con muchas zonas de sombra. Encarnó así el enigma de una persona paradójica.