Nadie, absolutamente nadie, ha sido capaz de predecir el fenómeno social en que se ha convertido “Joker” (2019), porque no se ha conocido nada igual en la historia del cine. Su impacto mundial sin precedentes será analizado más a fondo con el paso del tiempo, pero creo que la clave está en que Todd Phillips ha hecho una película al modo de las que se estilaban en plena contracultura de los años 70, con la diferencia determinante de que entonces no existían las redes sociales. Pasaría algo parecido si ahora se estrenasen “La naranja mecánica” (1971), “Alguien voló sobre el nido de cuco” (1975) 0 “Taxi Driver” (1976). Sin duda se harían virales, y es imposible calcular la influencia que acabarían por alcanzar. La elección de aquella década setentera a la hora de representar Gotham City sirve para dar al Nueva York moderno la carga simbólica de una metropoli deshumanizada, habitada por una sociedad enferma y condenada a la violencia interna fuera de control.

En ese contexto distópico, tan convulso e irrecuperable, Todd Phillips introduce a la persona individual que es Arthur Fleck, una víctima propiciatoria que solo puede existir como futurible verdugo, por un simple proceso de acción-reacción que da vida al Joker. La risa nerviosa le delata en su lado oscuro, pero no deja de ser el síntoma externo de una pandemia que afecta directamente a la salud mental del planeta. Es así como el humor, culturalmente admitido como terapéutico, se vuelve insano y desproporcionado.

El solitario descenso a los infiernos de un esquelético Joaquin Phoenix conlleva una reflexión sobre la comedia y sus límites, acerca de si vale reírse de todo o hay asuntos que escuecen más. Otro tanto sucede con la música, empleada de forma provocativa, tanto cuando Frank Sinatra canta cínicamente “That’s Life”, como cuando Gary Glitter despliega su glam extremo en “Rock ‘n’ roll (Part II)”.