Mikel ZUBIMENDI
«BILBAO QUANTUM COMPUTING HACKATHON»

COMPUTACIÓN CUÁNTICA, EL SANTO GRIAL DE UNA REVOLUCIÓN

La computación cuantica tiene dientes de leche, aún está en su infancia, va a la escuela primaria. Los ordenadores cuánticos no están todavía preparados para el trabajo práctico o comercialmente disponibles a la vuelta de la esquina. Pero los hitos en la física cuántica experimental son espectaculares y sus posibles aplicaciones tienen potencial para cambiar el mundo.

Una mirada lo cambia todo. Esa aseveración nunca fue tan cierta como en el caso de la teoría cuántica. Y cuando uno tiene la oportunidad y el privilegio de participar en un Hackathon, un encuentro sobre computación cuántica como el organizado por Innolab y el grupo "Quantum Technologies for Information Science” (QUTIS) de la EHU-UPV el pasado lunes en Bilbo, se queda sencillamente ojiplático, en una situación de turbulencia mental que ninguna ecuación matemática puede resolver.

Llegar a un congreso de gente jovencísima, de gaupaseros, donde participan estudiantes de la Universidad de Berkeley o de la Universidad de Shangai, euskaldunes y gentes de otras partes del Estado, rodeados de café, con ojos que delatan la carga de trabajo y la falta de sueño, impresiona. Verlos trabajando así en algoritmos cuánticos aplicados a modelos financieros, resolviendo un problema de química cuántica sobre el diseño de moléculas que tengan aplicaciones para curar ciertas enfermedades, inventando proyectos de vida artificial cuántica o diseño de materiales, impresiona muchísimo.

Eso habla bien del país, muestra que somos pioneros a nivel de muchas líneas de investigación, que Bilbo es un ya «hub» de emprendimiento, un espacio donde los estudiantes y emprendedores trabajan juntos, colaboran y forman una comunidad.

La computación cuántica es tan diferente de la computación clásica como lo es el lector de estas líneas de una medusa. Su desarrollo promete, con cierto bombo, superpoderes, información sobre la que nadie puede espiar, radares que ven bajo tierra, etc. Y todos estos superpoderes vienen de una fuente increiblemente chiquita: partículas atómicas y subatómicas que se comportan de manera diferente a los objetos más grandes, especialmente en temperaturas muy bajas.

Superposición y entrelazamiento

Si eres un yonki de la cuántica, sáltate este párrafo. Pero la comprensión para el común de los lectores es más sencilla si se empieza hablando de la física clásica, de Isaac Newton y de sus herederos, del desarrollo que ha tenido en los últimos tres siglos. Porque la mayor parte de la tecnología que nos rodea se ha construido desde esas bases de la física clásica, desde las reacciones iguales y opuestas y todo aquello que nos enseñaron en el instituto. Cuando los ingenieros dieron con la electricidad, la percibieron en su conjunto como una especie de fuerza que estaba encendida o estaba apagada. Esto llevo a los interruptores, luego se hicieron transistores y cuando los pones en una caja y empiezas a encenderlos o a apagarlos mediante instrucciones codificadas con valores binarios, «00101110010», tienes un ordenador.

Pero mientras los cientificos desarrollaban ordenadores electrónicos en el siglo XX, Max Plank y sus discípulos ya habian destrozado las biblias de la Fisica clásica. Sus experimentos con la luz sugerían que algo de la física clásica no tenía sentido. Y pronto desarrollaron pruebas matemáticas para explicar que las pequeñas partículas que constituyen la materia –protones, neutrones y electrones– no necesariamente se comportan como esperas que se comporten las partículas. Tienen extrañas propiedades, muy raras, que demandan otra mirada.

Mientras que la computación tradicional usa impulsos eléctricos que viajan a través de transistores para manipular bits, o valores binarios de 1 y 0, las máquinas cuánticas siguen la pista al extraño y desconcertante comportamiento de delicados átomos ultracongelados. El paradigma computacional se basa en unidades de información conocidas como qubits, mucho más inestables y frágiles que los bits tradicionales.

Imaginemos unas pequeñas partículas atrapadas en campos magnéticos que hemos preparado para que puedan estar en dos estados, que llamaremos «arriba» y «abajo». Según dice la teoría cuántica, van a pasar dos cosas. La primera, aunque las partículas siempre vaya a estar arriba o abajo cuando las observas, si no las observas podrán estar en una especie de combinación entre las dos, una superposición. La segunda es que dos o más partículas pueden ponerse en una situación de entrelazamiento, una forma de superposición entre distintos cuerpos/objetos/qubits/particulas. Entonces, sus propiedades físicas están correlacionadas –lo que posibilita un potencial masivo de calculo paralelo–. Como dicen los científicos cuánticos, cuando mides algo la superposición colapsa. Si observas o interactúas con una partícula y la cambias –colapsando la superposición- cambiarás también la otra, instantáneamente, sin importar lo lejos que esté.

Los científicos se dieron cuenta de que la capacidad de compartir información básica sobre el estado de partículas atómicas a través de la distancia podía crear un instrumento de encriptaje poderosísimo. Porque la luz tiene un límite de velocidad y normalmente la información no puede viajar más rápido que la luz, pero en el caso de la teletransportación cuántica en cierto sentido, la información viaja fuera del espacio-tiempo, va por debajo, en el subespacio matemático.

Múltiples aplicaciones

Pero muchas barreras de la computación cuántica demostrable, real y práctica siguen pareciendo insuperables. Aunque se sucedan los anuncios de compañías que proclaman la supremacía cuántica, escribir un código para un ordenador cuántico, por ejemplo, sigue siendo casi un misterio. Porque, como paradigma computacional y como máquina física, es algo totalmente diferente a un ordenador común. Crear una red cuántica a escala capaz de mantener un estado cuántico sin que los qubits pierdan coherencia no tiene una solución sencilla, dado que no existe aún un ordenador cuántico que no sufra por el ruido externo, que no tenga imperfecciones al aplicar las fuerzas, que ofrezca soluciones que duran en el tiempo o permita el entrelazamiento de todo con todos, de todos los qubits entre ellos.

EEUU y China están invirtiendo cada vez más en la computación cuántica, pero el alcance de su potencial real sigue siendo un misterio. Aunque las aplicaciones podrían ser múltiples. Pensemos, por ejemplo, en descifrar un código: no habría que intentar una combinación tras otra, tras otra, podrían hacerse todas las combinaciones a la vez. Ya se usan sensores cuánticos para que las compañías de gas y petróleo puedan cartografiar las cavidades y depósitos de hidrocarburos, ya hay comunicaciones cuánticas vía satélite que han desencadenado una nueva carrera del espacio o usos en la correspondencia de patrones en genómica y en ingeniería genética.

Con todo, por poner una metáfora, la computación cuántica está como estuvo la aviación con las primeras máquinas voladoras con motor, construidas con madera de abeto, cuyo primer vuelo sostenido fue de 12 segundos y recorrieron 37 metros. Pero demostraron lo que parecía impensable: que una aeronave más pesada que el aire podía volar. Con investigación paciente, metódica y práctica se desarrollaron tecnologías que nos llevaron a la era de la aviación moderna. Además de acercarnos la riqueza cuántica del universo al mundo clásico que nos rodea, las investigaciones en computación cuántica cambiarán la historia. Y, como se vio en Bilbo, los vascos no faltaremos a la cita con esa revolución.