Mikel INSAUSTI
CRÍTICA «Jojo Rabbit»

Cuando un niño tenía a su diablillo y su angelito

ATaika Waititi le ha salido una película que no resulta original, pero que es una preciosidad. Estética y ambientalmente debe mucho al universo visual del cine de Wes Anderson, y temáticamente recuerda a otras películas como “El gran dictador” (1940) de Charles Chaplin, “El tambor de hojalata” (1979) de Volker Schlöndorff, “La vida es bella” (1997) de Roberto Benigni o “El niño con el pijama de rayas” (2008) de Mark Herman. Por supuesto que también hay sitio para las autoreferencias, y todo lo relacionado con “Lo que hacemos en las sombras” (2014) es de cosecha propia. Cada vez que compara a la raza judía con unos murciélagos o vampiros chupasangres, así como la descripción de la vida en clandestinidad de la niña judía encerrada en un habitáculo oculto tras la pared, si bien su primera y sorprendente aparición ante los ojos de Jojo remite a las películas de fantasmas japoneses.

Y qué decir de Jojo, pues que es un personaje genial maravillosamente interpretado por el pequeño Roman Griffin Davis, en competencia con su amigo real Yorki, junto al que protagoniza los momentos más divertidos e inocentes relacionados con el juego infantil. Porque el protagonista solamente es un niño al que le toca vivir una pesadilla histórica de confrontación bélica entre el Bien y el Mal, debatiéndose entre los consejos del angelito y el diablillo que le custodian figuradamente, y que son representados por su madre Rosie, que es de la resistencia y muere colgada en la plaza pública, y su amigo imaginario Adolf, en la versión chaplinesca de Taika Waititi.

Pero “Jojo Rabbit” (2019) es ante todo una bellísima y emotiva historia de amistad entre diferentes, que fomenta la idea de que bajo los uniformes de los distintos bandos al fin y al cabo hay personas que pueden llegar a conocerse y amarse. La culpa del holocausto humano no está en ellas si no en quienes fanatizan a esos seres de corta edad.