Ramón SOLA
INVESTIGACIÓN SOBRE EL PENAL «DE MÁXIMA SEGURIDAD» (1979-1990)

HERRERA, LA «PRISIÓN DE CASTIGO» QUE ACABÓ CON CUATRO VASCOS

Herrera de la Mancha es un nombre grabado con dolor y muerte en la historia vasca reciente. Un libro del doctor en Historia Eduardo Parra Iñesta (nacido en Puertollano, en la misma Ciudad Real) aborda la trayectoria del penal desde su construcción en 1979 hasta que en 1990 «dejó de ser la prisión de castigo por excelencia en el mapa penitenciario español». Un «infierno» al que no sobrevivieron cuatro vascos en tan pocos años.

De la realidad de Herrera de la Mancha en los 80 ya habían dado cuenta en sus libros algunos vascos que la padecieron en carne propia, como Anjel Rekalde, Mitxel Sarasketa o Jokin Urain. Esta tesis doctoral de Eduardo Parra, editada por Pamiela bajo el título ‘‘Herrera de la Mancha, prisión de castigo’’, la inserta en su época sin minimizar su historia trágica.

La cárcel-guardia de la reforma estatal posfranquista

«Herrera funcionó como la cárcel de guardia del sistema. Si te portabas mal en la calle, ibas a la cárcel. Si te portabas mal en la prisión, ibas a Herrera de la Mancha –resume el autor–. Así, la prisión manchega recibió en cada momento al colectivo de reclusos que preocupaba más a la Administración». Fue inaugurada trasladando allí a los presos sociales de la combativa Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL), les siguieron los de los GRAPO y más tarde fue la cárcel que concentró a los de prisioneros de ETA antes de optarse por su dispersión sistemática.

Herrera fue justificada desde el Gobierno de UCD como necesidad derivada de la Ley General Penitenciaria, que presuntamente buscaba «actualizar los métodos y los recintos» después del franquismo. Se entendió que para ello hacía falta un penal en el que encerrar a algunos colectivos problemáticos, «limpiando» el resto. Como sentenció el que fue director de Instituciones Penitenciarias desde 1978, Carlos García Valdés, «la reforma no es Herrera, pero pasa por Herrera».

La Long Kesh de Bobby Sands, entre los penales inspiradores

El propio García Valdés concretó que para diseñar el entramado de Herrera se tuvieron en cuenta los modelos de la cárcel de Albany, en la isla de Wright (Inglaterra), Nordtälpe (Suecia), Stanmmheim (Alemania) y Long Kesh (norte de Irlanda). En el Bloque H. de esta última ayunaría hasta morir el preso del IRA Bobby Sands en 1981. Indica Parra que «en la época se estaba produciendo un cambio en la cultura del control punitivo hegemónico, como señalan los estudios de David Garland. Se produjo un declive del ideal de rehabilitación y el castigo apareció de nuevo como un propósito respetable para la opinión pública».

Geográficamente Herrera estaba en medio de la nada (el núcleo más importante, Manzanares, distaba diez kilómetros), pero aparecía bien comunicada con Madrid, lo que facilitaba traslados de presos a la Audiencia Nacional o irrupciones policiales «en corto espacio de tiempo», destaca el autor. El presupuesto fue «enorme» para la época, 600 millones de pesetas, y en la construcción participaron 600 trabajadores, incluidos 60 presos en tercer grado. El muro que la circundaba tenía tres metros de profundidad y estaba relleno de hormigón para impedir cualquier fuga.

Malos tratos desde el principio

Los malos tratos a prisioneros fueron una constante desde el inicio, hasta el punto de que hubo funcionarios que denunciaron la actitud de sus compañeros. Uno de ellos, José Antonio Álvarez Tutor, lo describió así: «Los presos venían bastante asustados. Había esperándoles muchos funcionarios, que los trataron de forma dura y despótica. En el patio ya se les pegaba continuamente. Yo no ví que los funcionarios formaran un túnel, sino que allí cada uno pegaba a su aire, usando las porras (...) Se les pateaba literalmente. En los cacheos se les obligaba a abrir exageradamente las piernas y a apoyarse sobre los índices, y siempre había algún gracioso que tiraba de una de las piernas, por lo que los internos caían al suelo (...) Yo observé cómo presos, al cabo de tres meses en Herrera de la Mancha, estaban deshechos. Les ví entrar allí con 25-28 años y al poco tiempo aparentaban 45».

Ya en 1981 se procesó a doce carceleros. Tres fueron absueltos y nueve condenados, si bien solo por «rigor innecesario» y no por «malos tratos o tortura». En total, 23 años y diez meses de suspensión, pero ni un día de cárcel.

Los GRAPO y el primer muerto: «Kepa» Crespo Galende

El choque de los GRAPO con el sistema carcelario era frontal y había derivado en la muerte a tiros del director general de Instituciones Penitenciarias, Jesús Haddad, en marzo de 1978 en Madrid. Aunque fue la fuga de cinco presos de Zamora en diciembre de 1979 la que desencadenó el traslado inmediato a Herrera de los prisioneros de esta organización y del PCE (r). Allí permanecerían hasta la llegada de los de ETA en 1983. A Enrique Galavís, también responsable de II.PP. en aquella época, le atribuye el libro la frase: «A los ‘grapos’ habrá que meterles en cajones de cemento».

Entre 20 y 40 de ellos estuvieron encerrados en el penal manchego en esos años. Uno no salió con vida: la huelga de hambre en denuncia del aislamiento o las palizas en Herrera, paralela a la que realizaban Sands y sus compañeros en Irlanda, fue llevada hasta la muerte por Juan José Crespo Galende, que expiró en el hospital el 8 de junio tras 86 días sin ingerir alimento sólido alguno. «Kepa» había nacido en Abanto 26 años antes. «Quién podrá resistir esa mirada», escribió Alfonso Sastre en su obituario, ilustrado con la foto de Crespo moribundo. El régimen se suavizó un tanto, pero los GRAPO siguieron en Herrera hasta que se decidió vaciar el penal para dar cabida a los de ETA.

Los presos de ETA, de Soria a Herrera, pasando por Puerto

Si los presos de los GRAPO estaban en lucha en Herrera, los de ETA lo hacían en Soria, con iniciativas tan impactantes como el corte de venas colectivo de 1979. «A partir de junio de 1980, el Gobierno comenzó a barajar la posibilidad de trasladarlos más lejos. Aquel fue precisamente el año en que tuvieron lugar mayor número de atentados por parte de la organización –recuerda Parra–. Un año más tarde, en julio de 1981, 120 internos fueron llevados a El Puerto de Santa María, a unos 1.000 kilómetros de sus hogares, mientras que el resto se quedaron en Soria y Carabanchel, a excepción de las mujeres, custodiadas en Yeserías. El número total de reclusos relacionados con ETA había aumentado desde los 170 en enero de 1980 hasta los 350 de mayo del año siguiente».

‘‘Punto y Hora’’ publicó el régimen de vida aplicado en Herrera a finales de 1983. El control opresivo queda de relieve en normas como «no podrán tener en la celda más de cinco libros», «dispondrán de un día a la semana de agua caliente» o «usarán de forma obligatoria audífono para escuchar el transistor». Los vis a vis estaban prohibidos, las conversaciones se grababan y las cartas estaban restringidas a dos hojas por semana.

Joseba Asensio, un fonendoscopio para una tuberculosis

Mediada ya la década de los 80 se iban a empezar a concatenar las muertes de presos vascos en Herrera, tras la de Crespo Galende en 1981. Joseba Asensio Kirruli sería hallado muerto en su celda el 8 de junio de 1986, con apenas 27 años y cuando ya estaba a punto de concluir su condena.

Los forenses pusieron en evidencia que lo mató la desasistencia más que la tuberculosis. Esto decía su informe: «En la cárcel solo cuentan con fonendoscopios y para estos casos es absolutamente imprescindible la realización de pruebas radiológicas y otras complementarias que puedan derivarse (...) Al no habérsele detectado la enfermedad por falta de medios adecuados no se adoptaron las medidas oportunas para atajar la infección pulmonar que padecía desde 1981».

La jefa del servicio sanitario de la prisión fue juzgada con petición fiscal de seis años, que la acusación particular subía a ocho. Admitió que le había recetado un medicamento entendiendo que tenía catarro. Se probó también que no había un solo médico en prisión cuando Kirruli fue hallado muerto. Nuria Castro salió absuelta, pero el fallo precisamente probaba la desasistencia. En un alarde de absurdo, la exculpaba porque con un fonendoscopio era imposible detectar la tuberculosis, «que se ve, pero no se oye».

Mikel Lopetegi, una muerte más que anunciada

Si el fallecimiento de Asensio se debió a una enfermedad no detectada, la de Mikel Lopetegi fue una auténtica muerte anunciada. Sus problemas síquicos habían sido denunciados ya en 1984 por la asamblea de electos de Sakana y detallados por sus familiares en ‘‘Punto y Hora de Euskal Herria’’ poco más tarde. Aguantó hasta una madrugada de marzo de 1988, en que se ahorcó en su celda. Para el autor de este libro, «Mikel Lopetegi se convirtió en el símbolo de los efectos de la máxima seguridad en los internos vascos. Cuando se debatía sobre este régimen, las referencias al tolosarra eran constantes, como sucedió en la Semana de las Cárceles de Máxima Seguridad de abril de 1984». Cuatro años antes, nada menos.

Su fallecimiento ocurrió, además, en plenas conversaciones de Argel y en medio de la ofensiva estatal por la «reinserción» para romper el Colectivo, por lo que agudizó debates y fue pasto de intoxicaciones.

Juan Carlos Alberdi, el tercero en apenas 24 meses

No habían pasado dos años de la muerte de Asensio ni cuatro meses de la de Lopetegi cuando también en Herrera murió Juan Carlos Alberdi Krakas. Tampoco se le había diagnosticado ninguna enfermedad, pero con apenas 30 años le sobrevino un edema pulmonar fatal. Los peritos del Instituto Nacional de Toxicología afirmaron que la asfixia consiguiente resultó determinante y que no se pudo hacer nada por su vida. El concepto «cárceles de exterminio» se extendió por Euskal Herria ante la terrible evidencia de lo que ocurría en el penal manchego.

Marchas a Herrera, explosión de solidaridad y denuncia

Rebobinemos algunos años para retroceder a 1984. Esa Navidad fue la primera en que se organizó la Marcha a Herrera, con el fin de arropar la lucha emprendida por los presos vascos en denuncia del régimen de vida en la cárcel. La iniciativa fue creciendo año a año, incluso aunque después de 1989 –con el inicio oficial de la dispersión– el número de prisioneros vascos allí fuera mermando de forma importante.

Así, a finales de década congregaba a unas 10.000 personas, que hacían llegar su solidaridad al otro lado de los muros de todas las formas sonoras posibles (fue mítico el concierto de Negu Gorriak en 1990) frente a un cordón imponente de guardias civiles a caballo. La última convocatoria de Gestoras pro-Amnistía se produjo en 1992 y reunió todavía a 8.000 vascos desplazados en autobuses. Para entonces Herrera ya había perdido cierta referencialidad frente a otros penales como Salto del Negro, en las Canarias. Y diversas policías, de la Guardia Civil a la Ertzaintza, utilizaban los desplazamientos para «fichar» a todos los participantes.

Y cuatro décadas después, aún mucho silencio

Pasadas cuatro décadas de la construcción de Herrera de la Mancha, la cárcel es hoy una más dentro del sistema español. Apenas encierra en la actualidad a siete vascos de los más de 200 alejados y dispersados por el mapa ibérico. Pero queda mucho por saber de aquella época. De hecho, el autor denuncia en el prólogo que «no nos ha sido posible acceder al archivo de Herrera de la Mancha con el fin de consultar información relativa a esos años generada desde la dirección de la cárcel. Se realizó una petición al propio centro, que nos remitió a la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, que no nos proporcionó respuesta a nuestra petición escrita, mientras que las llamadas telefónicas fueron despachadas con evasivas. Tampoco hemos podido hablar con funcionarios que trabajaban en la prisión en aquellos años, ya que nos pedían una aprobación de Madrid que nunca llegó».